Angustia.
La vida, ese monstruo hecho de belleza y brutalidad; también en las imponentes costas de Cádiz, ante la barbarie y la indignidad de tantos...
Se despertó sin saber en qué hora de qué día había abierto los ojos pero la profunda angustia bajo la que se había rendido al sueño se lo recordó de golpe porque era como el dinosaurio, cuando despertó seguía ahí… y ahí seguiría quién sabe por cuánto tiempo. Angustia, rabia, dolor, desesperación… todas las sensaciones propias de un alma rota en mil pedazos anidaban en su pecho aquellos días.
Se preparó un café y lo bebió lentamente, sin apartar los ojos de la taza, sin atreverse a levantar la vista y no verlo ahí, sentado frente a ella; se duchó e hizo la casa como por inercia, movida por el deber ser de la vida, por los niños que estaban aquellos días en el campo y que esa tarde estarían de vuelta en casa, porque no tenía nada mejor que hacer.
Se puso el chándal y las deportivas, bajó al trastero y cogió su bicicleta no por las ganas que tuviera de dar pedales ni pasear sino porque sobre ella y con sus inmensas gafas de sol deportivas podría obviar las miradas de los otros, la conmiseración ajena, la lástima que detestaba… ver lo hondo de su pena en el rostro de sus amigos.
Rodó por los carriles de siempre hacia el parque más grande y cercano a su casa, recorrió todos y cada uno de sus caminos y observó como el agua seguía fluyendo en las fuentes, como los árboles sonaban igual que el día anterior e igual que lo harían al día siguiente movidos por el viento; vio una pareja de ancianos en un banco echando migas de pan a las palomas y un matrimonio de mediana edad apretando el paso en su rutina matinal de paseo; unos niños jugaban en el parque infantil como el último día que recorriera el parque con él y siguió rondando, sin parar, imaginando que él la seguía en su bicicleta, como entonces…
De vuelta a casa se fijó en el trajín del barrio, en la cola de la panadería y en quienes salían de ella con bandejas de empanada y de tarta y pasteles para celebrar vaya usted a saber qué… tal vez sólo que era domingo y era fiesta; se fijó también en los chicos que jugaban al baloncesto en las pistas, en los abuelos que se ejercitaban en su parque, en quienes iban a la gasolinera a lavar el coche no tanto porque le hiciera más o menos falta, quizá sólo porque tocaba…
Cuando llegó a casa pensó en lo absurdo de su ducha aquella mañana, ahora necesitaba otra porque había rodado más rápido de lo que hubiera querido… le sorprendió un pensamiento tan tonto, tan vacío; supo entonces que era verdad aquello que decían los viejos del lugar: la vida sigue… y al darse cuenta de ello volvió a sentir la angustia en su pecho hasta casi quedarse sin respiración porque para ella nada era igual, nada volvería a ser igual pero eso no importaba o importaba sólo durante un rato, al final se quedaría sola con su ausencia… y en apenas unas horas tendría que mirar a los ojos a sus hijos y darles la noticia que los haría crecer de repente, una que sabía que no alcanzarían a comprender, apenas ella misma lograba comprenderlo…
Recordó entonces aquella frase de Kate Chopin: ‘la vida, ese monstruo hecho de belleza y brutalidad‘ y se conjuró con la ausencia que se acomodaba junto a ella en el sofá para abrazar a sus hijos aquella tarde y sobreponerse juntos a la brutalidad del monstruo sabiendo que la belleza, si bien nunca volvería a ser la misma ni a ser igual, se haría realidad de nuevo, la haría realidad de nuevo.