Asfixiada por una faja.

Me metí al probador con la faja y excuso deciros que fue la experiencia más patética que he vivido nunca.

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Estaba empezando a pasarme con la faja lo mismo que con la laca de uñas: a punto he estado de ser la única mujer de treintaytantos en adelante que no la llevo. Pero no, lo he arreglado a tiempo. El sábado me compré una y la he estrenado hoy. ¿Que cómo me ha ido? Pues eso vengo a contaros: de pena.

Por partes. ¿Por qué me la compré? Porque últimamente están por todas partes: en la publicidad, en los artículos de las revistas, en la televisión, en los escaparates… Y yo, que no tengo personalidad, tenía miedo de ser la única descocada que andaba por ahí con sus michelines y su barriguita a pelo. Por eso decidí comprarme una. Y pensé que lo mejor sería acudir a unos grandes almacenes para probármelas todas con tranquilidad. ¿Tranquilidad? Mi primera sorpresa fue ver la enorme variedad que hay, la segunda lo carísimas que son y la tercera, su tamaño: ¡¡¡¡son enormes!!! A su lado, las que usaban nuestras abuelas eran simples tanguitas con refuerzo. Una dependienta se apiadó de mí y se acercó con la intención de darme un tutorial. Pero como yo no tenía ni idea de lo que quería o necesitaba en realidad, me puse en sus manos y ella eligió un modelo-armadura que ya hubieran querido para si los caballeros de la edad media. La dependienta me dijo: «Esta es perfecta para usted; incluye refuerzos laterales que marcan una cintura de avispa y refuerzo delantero para disimular la tripita; la braguita sujeta los glúteos pero es además tanga y no tiene costuras para que no se marquen con la ropa ceñida; y bajo los pechos lleva unas bandas de silicona para que se adhiera bien…» «Ya, y evitar que a media mañana se me enrolle por las costillas para abajo, ¿no?», completé yo. «Eso», añadió ella.

Me metí al probador con la faja y excuso deciros que fue la experiencia más patética que he vivido nunca. A ver cómo os lo explico: fui incapaz de ponérmela. O no, de quitármela. Por comodidad intenté metérmela sin quitarme la falda que me remangué. Me costó un esfuerzo sobrehumano hacerla pasar por mis muslos hasta acomodarla en mis caderas pero es que una vez ahí ya no hubo manera de moverla. Ni para bajo ni para arriba. Se ve que la silicona se me pegó a la celulitis e hicieron migas las dos. Quise probar a quitarme la falda. Pero tampoco. Me puse a sudar y con la piel húmeda se me atrancó aún más. Cuando ya creía que moriría asfixiada por una faja a la altura de las nalgas vino la dependienta (se ve que estaba alarmada porque ya llevaba más de 20 minutos en el probador) y me preguntó desde el otro lado de la puerta: «¿Qué tal?» Y yo, sin abrir, le dije: «Genial, me la quedo». Y rápidamente añadí: «De hecho, me la llevo puesta». Arranqué la etiqueta del precio, me puse la falda otra vez y lo tapé todo con el abrigo.

Al llegar a casa llamé a mi amiga Lola y ella consiguió quitármela. Y hoy, me he levantado una hora antes dispuesta a dos cosas: primero, ponérmela y segundo, conservar mi trabajo llegando puntual. Estaba tan nerviosa que no sabía si ponerme bragas y se me ha ocurrido dejarme las medias debajo y la faja encima para, al menos, evitar que se me cayeran. Así, que bien mirado, le he inventado una nueva utilidad… En el trabajo nadie ha apreciado mi nueva figura, pero sí mi inquietud durante toda la jornada: no he parado quieta un momento porque me apretaba, me picaba, me pellizcaba, me daba calor… He ido al baño unas 200 veces pero ninguna he hecho pis por no saber muy bien cómo… Y ¿sabes qué ha sido lo peor? Que me he sentido todo el día igual que me siento cuando me pongo la ropa ceñida: gorda. Ya he conseguido quitármela y mañana no me la pienso poner. Ni pasado. Ni nunca. Prefiero matarme a abdominales que sentirme otra vez como una magdalena: prieta en la zona que ciñe la faja y desbordada por arriba.

 

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