Nada.
'No tendrás nada y serás feliz' rezaban los pasquines del gobierno... pero sólo la primera frase de aquella sentencia se cumplía.
Constituía un placer especial ver las cosas consumidas, ver los objetos ennegrecidos y cambiados…*
Sonreía al mirar al mundo deconstruido, destrozado en algunos lugares, quemado en otros, a medio derruir en algunos rincones más lejanos; saboreaba el cambio como único motor de su existencia, un cambio que sólo afectaba al mundo, él permanecía incólume, exactamente igual que 30 años antes, como si el tiempo frenara en seco a la altura de su piel y no pudiese ahondar más en su persona, como si sólo su piel pudiera envejecer y cambiar, como si él fuera una piedra, un objeto inanimado que ni siente ni padece. Ni cambia.
Su padre, un hombre ya muy viejo y agotado, ni tan siquiera le hablaba, lo miraba desde el sillón orejero en el que pasaba el epílogo de su vida tratando de descifrarlo, intentando entender como el niño travieso, alegre y revoltoso que se volvía loco ante cualquier juego de construcción y que había convertido la casa en un museo lleno de barcos y edificios, de coches y hasta de puentes históricos hechos con sus propias manos, adoraba ahora ver las cosas consumidas… amaba la nada. No podía entenderlo, tampoco sus vecinos, y cuando le preguntaban sólo encogía sus hombros y enjugaba alguna lágrima.
Había olvidado muchas cosas y pensaba que tal vez la explicación de todo estuviese ahí, en los recuerdos que su mente había perdido, recuerdos que a veces, en las noches malas, volvían a su memoria y que hacían de él la amargura hecha carne porque amanecía con el vívido recuerdo del niño feliz y desayunaba con aquel hombre serio de rasgos conocidos y expresión extraña, un tipo al que sólo le brillaba la mirada pensado en las cosas que aquel día dejarían de existir; ya no se atrevía a preguntarle dónde iba, sabía que no se lo diría y, si lo hacía ¿cómo resistir la tentación de dar un aviso y proteger lo que todavía estaba en pie? –te estoy salvando la vida– le dijo su hijo con voz fría el último día que se negó a decirle dónde iba… Aquel día supo que la carne de su carne sería capaz de matarlo con sus propias manos si se sabía traicionado, aquel día el espacio sideral que los separaba desde hacía años se había vaciado del todo.
Oyó las sirenas que se acercaban y cerró los ojos, no se lo había dicho pero entonces lo supo, aquel día su hijo estaría cerca, en su barrio… abrió de nuevo los ojos cuando el sonido cesó y miró su casa vacía de luz y de color, con sus paredes limpias, los muebles justos, los platos y los tenedores contados, la ropa desgastada y poca, muy poca… Así quedarían aquel día las casas del vecindario que no respondiesen ya a las órdenes y edictos promulgados semanas atrás.
La de Marina, su vecina y la mujer a la que su hijo había amado un día tan lejano que apenas alcanzaba a recordarlo, no lo estaba; por eso, al oír la sirenas ella corrió a esconder sus tesoros; después se ajustó el pañuelo como mandaban los nuevos cánones del buen vestir y salió a la calle con su traje gris, a cara lavada y tratando de hacer pasar el temor a que su escondite secreto fuera descubierto por pasión por ver las cosas consumidas; pero él la conocía bien y cuando vio el temor que sus ojos no lograban ocultar supo dónde buscar… y así Marina vio como ardía su pañuelo de Hermès, el único que conservaba, sus zapatos rojos y el libro de Jane Eyre, la libreta del Louvre, su único cómic de Tintín, y el labial encarnado; lo que no vio echado al fuego fue el anillo que conservaba como único recuerdo de su madre pero sabía que tampoco lo encontraría en casa; vio arder lo poco que quedaba de su vida y se sintió tan gris como las ropas que vestía pero no era degradación suficiente… él tiró de su pañuelo y su melena quedó a la vista de todos el tiempo justo que tardó en cortarla. Ella lo miró y allí donde años atrás había visto un hombre aquel día sólo vio un muñeco de cartón piedra, un ser vacío que alguien había llenado de odio, un agente destructivo y cruel, terrible… que ya no era temible para ella ¿por qué iba a serlo si ya no tenía nada que perder?.
Pasaron unos días, unas semanas… el mundo seguía cambiando, transformándose a través del vacío y él vio en los ojos de la gente la misma pasión muerta que había empezado a sentir tanto tiempo atrás, incluso los ojos de Marina se veían así de grises, pasto de la nada; y entonces pensó que tal vez podrían compartir su vacío, lo pensó sin darse cuenta de que solo aquella sensación traicionaba ya todo lo que había defendido en los últimos años. Llamó a su puerta y le propuso salir en el mismo tono, orden y forma que escribía las órdenes y edictos del gobierno. Ella permaneció de pie, mirándolo a los ojos. Respondió no.
–Sé que me lo pides porque me ves tan vacía como te verías a ti mismo en el espejo si conservaras alguno, si no los hubieras quemado todos– añadió sin apenas pestañear –pero yo no odio las cosas bellas, no odio aquello que puedo acariciar con mis manos, no odio nada de lo que puedo crear y construir… odio a quien me ha arrebatado todo eso-.
Él la miró solo un instante y se alejó de ella caminando hacia su apartamento; las puertas de sus vecinos se iban abriendo a su paso y descubrió que lo miraban con el mismo desprecio con el que lo había mirado ella; entró en su piso pero no encontró refugio, vio la misma mirada vacía de amor en los ojos de su padre y aquella noche, por primera vez en muchos años, fue él quien sintió miedo.
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*Frase de inicio de la novela Farenheit 451 de Ray Bradbury que sirve de pie, como de inspiración la novela entera, a este cuento.