Consenso.
Érase una vez un domingo, una huelga, un consenso sin consensuar, un sindicalista en salmuera y un niño que quería jugar al fútbol.
La portentosa voz de su padre atravesó el campo de juegos, supo que todo había acabado.
Caminó hacia él arrastrando los pies y las ganas, sabiendo que no tenía más opción que presentarse ante él y asumir que lo mejor de la mañana del domingo había terminado; estaba rojo como un tomate murciano, respiraba trabajosamente y los rebeldes rizos de su cabellera, que se negaba a cortar tanto que acostumbraba a pedirle su padre, le caían húmedos de sudor y revoltosos sobre la frente; su padre estaba de pie junto al banco en el que él había dejado su mochila al llegar y su hermana pequeña estaba sentada en el bordillo del arenero jugando con una muñeca; –pero papá…– comenzó a protestar mirando al cielo cuando llegó junto a él, no porque quisiera rezar sino porque su padre era más alto que largo un día sin pan; sus ojos entrecerrados y la mueca de disgusto en la boca hubieran bastado para callarlo pero es que además meneaba el dedo índice en el aire… –a callar– añadió a sus gestos por si todavía quedase alguna duda.
Sacó una toalla deportiva de su mochila, una de esas finísimas que secan una barbaridad, y su padre, por aquello de ganar tiempo y no desesperarse viendo la triste parsimonia con la que se conducía el niño, se la arrebató de las manos y le secó el pelo con ella –como no te cortes el pelo esta semana te lo voy a cortar yo pero bien…– dijo a media voz, en un tono amenazante que no admitía réplica; el pequeño aceleró el ritmo, se cambió de camiseta y se puso el chándal en lo que tardaba en decir supercalifragilisticoespiralidoso.
–Ya estoy– dijo mirando a su padre y buscando desesperadamente un consenso al que agarrarse, el modo de congraciarse de nuevo con él –¿ya estás?– Le pregungó él desde las alturas cruzando los brazos e inclinando la cabeza, –(y ahora qué habré hecho)– se preguntaba en niño sin atreverse a decir esta boca es mía… pero una mirada de su padre al banco le bastó para darse cuenta de que no había recogido la toalla ni la camiseta sudada, lo hizo al vuelo mientras su padre avisaba a su hermana de que ya se iban; su madre los esperaba en el bar, era la hora del aperitivo dominguero.
Estaban todavía enrrededando alrededor del banco cuando empezaron a discutir, ya los tres, acerca del aperitivo, el pequeño insistía en que quería irse a casa, su hermana en que no quería ir al bar y su padre, con un chitón y un aquí mando yo zanjó la discusión y los puso en fila india camino del bar… –poco consenso hay ahí, un poquito fascista le ha quedado eso me parece...– comentó una señora que tejía unos pasos más allá sin levantar la vista de su labor –de eso nada, señora– saltó él como un resorte –sindicalista de toda la vida– levantó el puño y añadió –de los que cantan La Internacional para desayunar-.
La mujer, entonces sí, dejó de tejer, levantó la vista y miró al hombre que, con el puño todavía levantado parecía más alto y más temible. No dijo nada,volvió a concentrarse en su labor pasando los puntos con más brío, más rápido, como si sus manos quisieran decir todo lo que ella callaba… y él se quedó allí plantado, con el puño en alto como si se hubiera convertido en una estatua de sal.
Sólo la voz de sus hijos lo volvió a la vida. Su madre los esperaba en el bar. Era la hora del aperitivo. ¿Una de gambas? ¡Otra de gambas!.