Convivientes y allegados.
Érase una vez una Navidad con invitaciones restringidas y con no convivientes, convivientes y allegados contados, literalmente, por unidad familiar en límite unitario de diez. Y ahora vas y se lo explicas a la abuela.
La cara de guasa del camarero era de escándalo, claro que eso no lo sabía nadie porque, ataviado con su mascarilla, solo sus ojos entrecerrados advertían del buen rato que estaba pasando… y es que no era para menos, la escena que de la que formaba parte estaba entre el absurdo y el ridículo, era más propia de una comedia bufa que de la vida real.
Madrid, 2ºC, terraza, brisa bajo cero, estufas de exterior ardiendo a todo tren… Tres señoras, un bebé y un perro; la más joven con botas y plumas de nieve, las otras dos con abrigos de paño grueso, mantón de lana con gorro, bufanda y guantes a juego, mascarillas FPP2 y tono de voz elevado para superar la distorsión que provocaban mascarillas y bufandas además del ruido del tráfico y el crepitar de los troncos en las estufas.
Y luego estaba la conversación, de la que el camarero sólo oía frases sueltas pero no necesita más para desmontarse de la risa tras la barra cuando entraba a preparar un pedido; la más joven de las mujeres se desgañitaba explicando que no conviviente y allegado no era lo mismo pero como si lo fuera mientras que a la mayor de las tres no había forma humana de explicarle que seis de sus siete hijos eran no convivientes con ella ni entre ellos… ¿qué la bruja de su nuera, hija única ella en fondo y forma, iba a poder cenar con su madre y comer y hasta desayunar todos los días de la Navidad y ella no podría reunir a su prole por no-sé-qué de los convivientes y allegados? ¡hasta ahí podíamos llegar!.
La mujer de mediana edad callaba más que hablaba y cuando llevaban ya más de media hora de discutida y discutible conversación el camarero ya sabía que eran abuela, madre e hija; la madre era uno de los 7 hijos y la hija una de quién sabe cuántos nietos; hermanos sólo había uno, el que estaba casado con la bruja que era hija única en fondo y forma… El camarero acabó pasando de la guasa a la pena, no tanto por la mujer que no podía reunir a sus hijos como por la nieta que no veía el modo, la forma ni la manera de hacerle enteder a su abuela que en las cenas del 24 y el 31 solo podría cenar con uno de sus hijos ¡Jesús! bramaba la mujer ¿sólo puede quedar uno?.
Cuando la buena de la anciana comenzaba a claudicar, su hija aprovechó el momento para sacar una libreta del bolso y mostrarle a su madre algo así como un cuadrante: que si este día comes con Manolo, este otro cenas con Paz, tal día viene a merendar Irene, al día siguente cenas con Rosa… y así hasta siete eventos para siete hijos. Y lo mejor, ya estaba todo hablado, si a ella le parecía bien, así sería como pasarían la Navidad…
Muy bien, dijo la mujer, y acto seguido pidió la cuenta al camero, pagó muy resuelta los chocolates y se levantó despacio apoyándose en su bastón; el camarero no pudo entonces resistirse; no se preocupe, mujer, le dijo, esta Navidad será un poco rara pero ya habrá más… Aún no había terminado la frase cuando se percató de la mirada de las dos mujeres más jóvenes, realmente no era la suya una frase muy afortunada para decírsela a una mujer que hacía ya años que había cumplido los 90. Claro que la anciana no compartía esa opinión: no me preocupo, no, dijo tan resuelta como había pagado los cafés, que se preocupe el gobierno y preocúpese usted, joven, que me van a pagar ustedes los langostinos hasta que cumpla los 120 y me aburra de celebrar la Navidad con mis hijos.