Posverdad.
Érase una vez la historia de una realidad que se revelaba en cifras terribles cada día mientras algunos pugnaban por transformarla y otros sólo por distorsionarla a golpe de neolengua y posverdad.
Distorsión deliberada de una realidad, que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales.
(Significado de Posverdad según la RAE)
Cuarentena. Día 7. Y ya no sabía en qué día vivía, ni falta que le hacía… al fin y al cabo ahora cada día era igual al día anterior e igual al día siguiente, siempre en casa, trataba de organizar sus horas para no perder la cordura y de dosificar sus tiempos de actualidad porque no tardó en descubrir que estar demasiado pegada a ella, además de generarle una terrible ansiedad, hacía que corriera el riesgo de caer en las redes de la posverdad.
¡Bingo! pensó, y no porque en su casa se jugara por las ventanas (sus vecinos habían caído rendidos a los aplausos de las 8 de la tarde y al ‘Resistiré‘ que sonaba después, pero jugar, lo que se dice jugar, si lo hacían, lo hacían de ventanas para dentro); lo pensó porque había caído en la cuenta de cuál era la próxima lectura que debía acometer… la tentaba Middlemarch porque era una lectura semipendiente y porque George Eliot (Mary Anne Evans para más señas) era una de las mejores novelistas del mundo pero, en tiempos de posverdad, no era ella quien la llamaba a gritos desde la estantería, era Orwell, era 1984.
¿Y a santo de qué se acordaba de aquella distopía orwelliana? en realidad la pregunta era ¿cómo no hacerlo? Orwell había anticipado que algún día, en un futuro que para él caía allá por 1894 (escribió la novela en los años 40), la realidad no sería igual para todos porque lo real, como tal, no existiría ¿y cómo sería eso posible? sencillo: lo que no se puede expresar no se puede pensar y lo que no se puede pensar, no existe… De ahí a la neolengua (la terrible manía de no llamar a las cosas por su nombre sino por el nombre que mejor convenga al relato) hay sólo un paso y de ese paso al de transformar la realidad a golpe de silencios, medias verdades, mentiras y manipulaciones varias no quedaba ya nada… Eso, o algo así, debía ser la dichosa posverdad.
No necesitaba documentarse para saber que los primeros días de marzo se mascaba la tragedia, lo sabía porque había notado el sabor metálico de esas previsiones en la boca, porque tenía padres y algún que otro enfermo crónico cercano por el que temía; recordaba con nítida claridad como el día 7 había salido a hacer una compra de resistencia (que no de subsistencia) porque había llegado a la poco científica y muy lógica conclusión de que España no era Italia… pero no era tan diferente de Italia y, por lo que pudiera depararle la semana siguiente, surtió su cocina.
Por eso, aunque no solo, sentía que vivía en tiempos de la posverdad, porque cada vez que escuchaba o leía a alguien decir ‘no se podía prever‘ se sentía como la bruja Lola o como la más lista de la clase y nunca había sido ninguna de las dos cosas.
Orwell sería sin duda una buena compañía para aquellos días en los que muchos pensaban que borrar algunos tuits era tanto como no haberlos escrito nunca, que repetir una mentira la convertía en verdad y que desviar la atención de lo importante, lo grave y lo esencial, de la vida misma, hacia otra cosa era buena idea, el bueno de Orwell le recordaría que la policía del pensamiento podía llegar a existir, y que no llamar a las cosas por su nombre podía provocar que la realidad nos devolviera un reflejo distorsionado de si misma ¿cómo saber qué decisiones tomar si el mundo a nuestro alrededor se desdibuja y se esconde sorprendiéndonos con baños de una realidad que existe aunque la distorsionemos con nuestra maldita neolengua?.
No. No aceptaría palabras huecas para explicar una realidad terrible. No. No aceptaría emociones por razones. No. No aceptaría excusas, sólo disculpas y soluciones. No. No se conformaría, sería resilente pero ¿rendirse a la posverdad? ¡Jamás!.