Mujer.
Érase una vez la historia de un petirrojo que seguía los pasos de una mujer...
El pequeño petirrojo revoloteaba sin miedo por el parque, se dejaba ver, se acercaba a todo el mundo y sólo cuando veía acercarse una mano más de lo debido levantaba el vuelo y se alejaba, no solía ocurrir porque del mismo modo que él sabía que los humanos no sólo no le harían daño sino que le darían algo de comer, los humanos sabían que podían acercarse al petirrojo, disfrutar de su curioso canto, mirar sin pudor las plumas rojas de su pecho… pero no podían tocarle. –¿Por qué no podemos tocarle?– preguntaban a veces los niños –porque si lo tocamos se le estropean las alas y ya no podrá volar– era la respuesta más habitual; y así, entre libertades y respetos mutuos, el pequeño petirrojo disfrutaba de lo lindo de su vida y daba rienda suelta a su curiosidad.
Este petirrojo vivía en libertad pero tenía la comida prácticamente asegurada porque cuando no eran los niños con sus bolsas de migas de pan y su maíz eran los abuelos con el mismo ‘armamento’ y si todo fallaba siempre estaba el Jardín del Buen Retiro, raro era el día en el que no encontraba allí algo de comer… en su caso era fácil porque no hacía ascos a nada, lo mismo se daba un festín de gusanos e insectos que otro de bayas y frutas, además de semillas, que siempre le iban bien… Y así, con lo esencial resuelto, nuestro petirrojo se divertía curioseando en la vida de aquellos grandes animales de dos patas que tanto llamaban su atención. Aquel día la había tomado con una pequeña de 10 u 11 años porque tenía el pelo rojo, si hubiera sido un pájaro habría sido un petirrojo, pensaba.
Vio a su niña petirroja jugando al fútbol en el parque con pocas ganas ante el aplauso y los gritos de un mujer que también hubiera sido petirroja de haber sido ave; la siguió sobrevolando las farolas cuando la pequeña se marchó a la terraza del parque a la hora de comer, se coló bajo la mesa y disfrutó de las migajas que le caían mientras escuchaba a la madre de la niña hablar de algo importante ‘las ciencias y la tecnología son el futuro’ decía… el pequeño petirrojo no entendía nada aunque tampoco es que tuviera especial interés en el asunto; –ya, mamá, pero los cuentos…- decía la pequeña –los cuentos son un entretenimiento estupendo, cariño-, replicaba su madre –pero las ciencias y la tecnología son el futuro, son lo importante y tu puedes ser tan ingeniera como tu hermano– el hermano, no que tenía el pelo rojo, dio un respingo -¡yo quiero ser futbolista!- exclamó notablemente enfadado… aunque el enfado no importó a nadie y todos en la mesa se rieron animando al pequeño a ser el nuevo Christiano Ronaldo.
Cuando terminaron de comer la niña petirroja quiso marcharse con sus amigas a jugar a la hora del té –son casi las 5 mamá, a esta hora es la hora del té– su madre ni tan siquiera la miró, miró a un par de mujeres un tanto cursis sentadas dos mesas más allá que la saludaban muy sonrientes –quita, quita, cariño-, decía, –nosotras nos vamos con las bicis con papá y con tu hermano que nosotras no somos cursis ¡somos aventureras!– la pequeña petirroja se resignó y se puso el casco para irse con la bici.
Lo que el pequeño petirrojo no vio fue lo que sucedió aquella noche en casa de la niña del pelo rojo.
Su madre le leyó un nuevo capítulo de un libro de cuentos que hablaba de grandes mujeres de la historia, aquel día tocaba Clara Campoamor. -A ver si lo entiendo- preguntó –entonces Clara defendió que las mujeres pudiéramos votar igual que los hombres, ¿no?– su madre movió la cabeza afirmativamente; –y lo hizo– continuó la pequeña –aunque sabía que Victoria Kent tenía razón y muchas mujeres votarían lo que les dijeran los hombres y no lo que ellas pensaran ¿no?– una vez más su madre le confirmó que estaba en lo cierto –eso es, porque la libertad es lo más importante– apostilló… y se quedó plantada en la cama con el libro entre las manos mientras escuchaba a su hija decir: ¿y cuándo voy a poder ser yo libre? eh! ¿cuándo voy a poder decidir yo lo que quiero y no tener que hacer todo lo que tu dices que es de mujer moderna?.
Apagó la luz de la habitación y salió al pasillo, se quedó allí, a oscuras, preguntándose si no estaría ella condicionando la vida de su hija según sus propias ideas del mismo modo que su madre había condicionado la suya según las suyas… Pensó en cuán poco inducía a su hijo a elegir unas actividades extraescolares u otras, a jugar a unos juegos u otros cuando se juntaba con sus amigos y cuánto lo hacía en cambio cuando se trataba de su hija… ¡es por su bien! se justificó a sí misma… y de repente vio a su madre frente ella en la cocina haciéndole fregar los platos a ella, que no a su hermano mayor ¡es por tu bien! le decía… ¡educarnos diferente no está bien! se quejaba ella entonces amargamente.
Y tantos años después se dio cuenta de que, sin saber cómo ni por qué, en algún momento de su vida, su concepto de igualdad se había distorsionado… ¿de qué servía la igualdad que defendía si coartaba la libertad de su hija en la misma medida que la desigualdad defendida por su madre había coartado la suya? ¿en qué momento había comenzado a pensar que lo importante era lo que haría su hija en el futuro y no que hiciera, sencillamente, lo que le diera la real gana?.