Birth.
Érase una vez la historia de una vida contenida en un ser humano débil, pequeño e indefenso... una vida que esperaba verse vieja, gastada y bien vivida unas décadas más tarde.
Se acercó a la cuna y descubrió una carita pequeña que apenas asomaba bajo la sábana, se fijó entonces en un mano minúscula que agarraba la sábana como si le fuese la vida en ello; la vida, pensó, así comenzaba la vida, un ser pequeño, indefenso, débil, incapaz de valerse por sí mismo… entonces el bebé emitió un sonoro llanto y pensó que la naturaleza dotaba a aquel ser minúsculo de algunas herramientas para hacerse valer ¿cómo era posible que de un cuerpo tan pequeño saliera un sonido tan grande?.
Lo cogió en brazos y lo abrazó contra su pecho, no era el llanto que buscaba alimento el que sonaba con tanta energía, no podía serlo, lo que no podía saber era su origen ¿miedo? ¿angustia? ¿dolor? ¡quién supiera las razones de cada llanto, de cada lágrima que derrama un bebé!.
Al rato de mecerlo en brazos el pequeño se durmió sereno, en paz y ella lo dejó de nuevo en su cuna arropándolo con el mimo que sólo un ser tan pequeño y tan indefenso puede arrancarnos. Pero no pudo alejarse de la cuna.
Se quedó allí sentada mirándolo. Pensando en tanto como quería contarle, tanto como quería enseñarle, tanto como quería compartir con él, dándose cuenta de cuánta vida había contenida en aquel pequeño cuerpo. Y pensó también en tanto como no podría contarle ni enseñarle, en los golpes que no podría evitarle, en los errores que le vería cometer tragándose hasta el último de los reproches porque eso también era la vida, el tiempo de aquella pequeña vida.
Fue entonces cuando, sin darse cuenta de que estaba hablando en alto, comenzó a verbalizar sus propios temores convertidos en consejos: hagas lo que hagas que sea siempre lo que te salga del alma, que te mueva el corazón y la risa, que las pasiones te arrastren y que la razón sea tu ángel de la guarda, que la vida no te asuste y los fracasos te hagan más grande, que aprender sea un hábito hasta el día en que des tu último suspiro; no te dejes nada por sentir ni por vivir, no temas nada, aléjate de lo que te hiera, te limite, te angustie, te lastre, te acobarde… huye de quienes te hagan sentir pequeño y acércate a quienes te reten, a quienes te hagan romper el límite de tus barreras para descubrir que no estaban donde pensabas sino unos palmos más allá; sueña a lo grande y camina con persistencia hacia esos sueños, disfruta cada alegría del camino como si fuera la última y deja atrás cada dolor como si nunca hubiese pasado quedándote de él sólo lo que te haya enseñado; no permitas nunca, jamás, que nadie te diga lo que debes pensar, lo que debes sentir, lo que debes hacer… y no mires atrás porque atrás nunca hay nada, porque la vida tiene sólo una dirección y es siempre hacia delante, no importa cuánto hayas ganado o perdido en el camino, el pasado jamás vuelve y el futuro estará siempre en tus manos.
Acarició una vez más aquella pequeña cabecita y entonces lo entendió: una vida era un regalo pero no un regalo para quien la traía al mundo, ni tan siquiera para el bebé que la acogía, era un regalo para la persona que un día sería. Y su misión para con aquel pequeño y querido bebé que se revolvía en la cuna amenazando con arrancar de nuevo un llanto de su garganta, sólo era ayudarle a crecer hasta que pudiera desplegar sus alas para volar alto y libre haciendo honor a la grandeza del regalo que había recibido, una vida.