Resiliencia.

Érase una vez una batalla más en la que la clave no estaba en la estrategia ni en la táctica sino en la resilencia.

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Dejó caer media cucharadita de estevia en el café y la vio desaparecer en él, removió con insistencia hasta asegurarse de que leche, café y estevia eran sólo uno y dio un trago a su primer café del día; lo hizo mirando hacia el montón de informes, folletos y papeles que había sobre su mesa y preguntándose cuánta resiliencia habría en su carácter… la necesitaría toda para que su vida no se convirtiera en un mero seguir adelante, en un sobrevivir sin más, para volver a vivir riendo.

Capacidad de adaptación de un ser vivo frente a un agente perturbador o un estado o una situación adversos. (Primera acepción de ‘resiliencia’ en el diccionario de la RAE)

La vida no era justa ni era dulce, no era un jardín de primavera… o quizá sí, tal vez la vida fuera precisamente eso, un jardín en primavera, sólo que antes no pensaba en quienes eran alérgicos al polen ni en quienes se pinchaban con las espinas de las rosas, antes se limitaba a ver la belleza y pensaba que peleaba duro por salir adelante saltando las piedras del camino y subiendo sus empinados repechos pero eso era antes, ahora sabía que ese antes era un camino suave y tranquilo al que no volvería jamás, por eso necesitaba saber cuánta resiliencia había en su carácter, para medir su capacidad de recobrar las risas perdidas ante un agente perturbador que los acompañaría por siempre jamás, como si de un cuento de hadas se tratara, uno en el que ganaba la madrastra malvada o la bruja oscura.

Y entonces se dio cuenta de que si seguía asomándose a su alma se perdería en el abismo al que se acercaba una y otra vez buscando respuestas, entonces entendió que las respuestas no siempre estaban dentro y que a veces no había respuestas, a veces la única respuesta posible era la resiliencia. Respiró profundo y se secó las lágrimas, respiró más profundo todavía y decidió que desde aquel día ya no sería independiente o liberal, ni católica, ni española o madrileña, ni madre o esposa ni tan siquiera mujer, ni ‘profesional independiente’, ni tampoco feminista… ya no volvería a soñar con ser nada; desde aquel día sería para siempre resiliente porque todo lo demás era volátil e indiferente cuando no una quimera o un absurdo, porque ser resiliente era lo único que le aseguraba un mínimo de paz y un puñado de sonrisas por día.

Y es que aquel día había aprendido que por más esfuerzo que pusiera uno en su camino había agentes perturbadores, estados o situaciones adversas ante los que no podría hacer nada salvo resistir y adaptarse y eso tenía un nombre: resiliencia.

Pero la resiliencia empezaba por aceptar al agente perturbador y a la situación adversa que provocaba y eso era lo más difícil porque la reacción natural del ser humano, al menos del que estaba vivo, del que no era ya un ser inerte y absurdo al que todo le importaba un bledo, era rebelarse; y no es que rebelarse fuera malo pero sólo era bueno si había alguna opción de ganar la batalla, de no ser así ¿qué sentido tenía?.

La vida ya nunca sabría tan dulce pero… ¿acaso no eran también deliciosos los sabores cítricos y los salados (cuando no se excedían en hidratos…)? esa era la cuestión, aceptar al agente perturbador -miró entonces durante unos minutos la pluma de Humalog Junior tratando de ver en ella a un aliado en lugar de a un enemigo- y descubrir que aun con él por compañero quedaba mucho por vivir y reír. –¡A las calles!– gritó, se colgó la mochila de los ‘indispensables‘ y fue la primera en cruzar la puerta hacia la calle, lo hizo sonriendo ante la enconada discusión que padre e hijo mantenían tras ella –vamos a los parques viejos– proponía el niño –no, no, vamos hacia los nuevos– proponía su padre¡en los nuevos hay más hormigas!– argumentaba el pequeño… Ella sólo reía, no importaban el camino ni el paseo, importaban ellos y sus risas.

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Como a mitad del paseo, antes de llegar al parque nuevo, descubrieron un bajo comercial en obras… –¿qué irán a abrir?– se preguntaron –un Tartalia– dijo ella al ver el nombre de la franquicia en el mostrador –¿te lo puedes creer?– dijo el niño fingiendo ofensa y demostrando una resignación tranquila –¡ahora que soy diabético abren una tienda de tartas!– siguió caminando, jugando con su linterna y pidiendo tomar de nuevo el camino del parque para buscar nidos de pájaros en los árboles. El pequeño maestro de la resiliencia se puso entonces al frente de la expedición al parque nuevo, al frente de su nueva vida; lo hizo con decisión, aceptando lo que no podía cambiar y dispuesto a vivir, a reír, disfrutar, soñar y  jugar como siempre ‘pero con insulina’.

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