Destino: Lisboa. (II) La monumental.
Desde el medievo hasta la arquitectura contemporánea, Lisboa conserva una pluralidad monumental maravillosa...
Bañada por el Tajo, Lisboa se dibuja, sinuosa, al dictado caprichoso del diseño marcado por sus siete colinas. Mucho antes de que los romanos ocuparan la región, Olisipo ya se levantaba en la cima y las laderas de la colina que hoy preside el castillo de San Jorge. Griegos, fenicios, romanos y árabes han ido escribiendo la historia de un pueblo rico, al tiempo que conformaron una multiculturalidad hoy plasmada, entre otras muchas facetas artísticas, en su particular arquitectura.
Desde el medievo hasta la arquitectura contemporánea, Lisboa conserva una pluralidad monumental maravillosa, evocadora, llena de historia. El eco de sus leyendas, sus héroes y sus poetas se mezcla con su luz casi mágica, envolvente, en el instante mismo que pisamos su suelo empedrado. Cualquier calle sirve para comenzar un delicioso viaje al pasado adivinando de paso los secretos de esta ciudad, aunque escogemos de nuevo la Praça do Comercio, donde el E-15 inicia el trayecto hacia el s.XVI. Sin el encanto de los viejos vagones de madera que renquean hasta el Castello de S. Jorge, este moderno tranvía nos conduce rápidamente al Barrio de Belém y allí, la grandeza del Monasterio de los Jerónimos nos deja casi sin habla.
Una imponente construcción manuelina, Patrimonio de la Humanidad, que data del año 1501, año en que se empezó a construir por encargo del rey Manuel I y cuyos muros, repletos de bajorrelieves, estatuas y otros motivos arquitectónicos, albergan siglos de historia y poesía: la biblioteca, el magnífico claustro y las capillas donde descansan Vasco de Gama, Luis de Camoens o el genial Pessoa, además de los reyes de Portugal. Este monasterio, la cercana Torre de Belém –ejemplo de arquitectura militar y “ex libris” de la ciudad– y el Monumento a los Descubridores de 1960, simbolizan todo el esplendor de las exploraciones portuguesas.
El Palacio de Ajuda, el Tajo, la libertad intuida en ese espacio inmenso abierto al mar, el cielo, las nubes barridas por un viento frío que, pese a la calidez del clima, nos recuerda que aun es invierno, despiertan las ganas de probar los deliciosos pastelitos de Belém, uno de los caprichos más dulces de la gastronomía portuguesa. Así con la dulzura y el sosiego grabados en el cuerpo y el espíritu regresamos al bullicio de La Baixa. El sol se abre paso de nuevo y, bajo sus rayos, la Praça do Rossío se caldea de domingo. La tentación de reparar fuerzas en la terraza del Café Nicola –antigua librería modernista, cuna de tertulias literarias– es irresistible antes de emprender la aventura hacia el universo de la artesanía portuguesa por excelencia: el Museo del azulejo.
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