Veranos que matan.
Hay veranos que matan porque la vida centellea a la luz y el calor del sol.
No importaban los años transcurridos desde los tiempos escolares, para ella septiembre marcaba siempre un principio de curso, el inicio de algo que en enero continuaba estrenando año; por eso el verano tenía también algo de matador y reinvento, unas gotas de nostalgia, tres o cuatro de certeza y un buen chorro de sueños por cumplir.
Y también por eso agosto era un momento de descansarse y rehacerse, de divertirse, reirse y hasta de soñarse. Era también el tiempo de comenzar a pensar en otoño en el mejor de los sentidos, el de los gorros de Armani y los interiores negros de la lencería al alma… un negro deslumbrante y bello, elegante y bien vestido, atrevido, honesto y mortalmente sofisticado. Era el momento de pintarse las uñas de rojo y plantarse las gafas de sol para ver el mundo del color que le viniera en gana, la ocasión de ponerse un cóctel, visitar una sauna danesa y mirar a la luna mora.
A lo que no renunciaba ningún agosto era a pasear el mundo y navegarlo, a rodarlo, a respirar aires de aquí y de allí y descubrir mares que bañan islas y las costas de los lugares más bellos; de Tahití a La Graciosa, a las costas turcas o mallorquinas y a piscinas infinitas que miran al mar y al cielo… ¿dónde ir? donde el corazón te lleve, como escribió un día sabiamente Susanna Tamaro.
Julio no había sido tan luminoso como esperaba, las nubes que amenazaban a lo lejos se habían convertido en llamadas intempestivas que descarbagan noticias feas entre el agua que todo lo hiela, la que viene del cielo y a la que, si supiera como, plantaría fuego como cantaba Adele; agosto no pintaba más bello y había decidido ponérselo fácil a su alma, si el sol no venía a su vida iría ella a buscarlo al rincón del mundo en el que el astro rey tuviese a bien brillar.
Ya no dudaba ni se planteaba nada, se sentó al borde de la cama repasando su equipaje, asegurándose de llevar todo y tan poco como necesitaba y sintiendo la certeza de que el mañana es una entelequia, no está aquí, no ha llegado y cabe que no llegue nunca o lo haga con un rostro extraño y sorprendente.
Empezó a hacer su agosto pintándose la sonrisa en la cara, alejando miedos e hilando sueños, abrazando y dejándose abrazar manteniendo así viva la cadena que transmite la confianza y la fe en la vida y en el mundo, esa que hace que todo parezca posible… y cabe que, al final, incluso lo sea.