Seguridad.
Érase una vez la historia de una decisión segura... o no.
Se despertó sin hacerlo del todo, de modo que se sintió levitar entre la vida y el sueño, entre la realidad y el compendio de recuerdos mal mezclados que componía sus pesadillas de aquella noche; tenía los ojos abiertos, de hecho apenas podía parpadear, sentía las sábanas frías rozando su piel y veía la sombra de la lámpara alargada sobre el techo; y seguía escuchando voces familiares y retazos de conversaciones y consejos que sabía estaban en su mente, en el lugar en el que quiera que se guardaran los recuerdos, pero en aquel despertar a medias las escuchaba como si estuviesen hablándole a los pies de la cama.
No es seguro. ¿Estás segura?. Yo es que soy más de ir a lo seguro. No te conviene. ¿Y entonces cómo vas a hacer?. No es seguro… Y así, como en un bucle infinito, retazos de conversaciones pasadas se hacían presentes perturbando sus sueños, impidiéndole incluso despertar.
No fue hasta que el sol comenzó a colarse por las rendijas abiertas de la persiana que logró despertar del todo y levantarse arrastrando los pies y el cansancio que deja siempre una mala noche; preparó café, en jarra grande, y tostó los restos de la barra de pan del día anterior; el café caliente resultaba tan reconfortante como siempre, tal y como esperaba, y no se permitió pensar en nada hasta que había bebido media taza; dejó entonces que su mente divagara sobre los vericuetos de una noche inquieta mientras ponía un poco de tomate sobre el pan recién tostado; ¿qué es ‘seguro’? se preguntó… y lo único que alcanzó a responderse es que lo único seguro era que algún día ya no pasearía por la tierra… Demagogia, dirían algunos al escuchar la respuesta que se daba a sí misma, pero ella sabía que no era así, era sólo realismo, era la realidad desnuda, sencilla, clara… e incuestionable.
Lo cierto es que había un punto difuso y móvil hasta el que entendía la necesidad de cierta seguridad pero no a cualquier precio y nunca al precio más alto porque en esos casos lo único seguro sería la amargura. Lo sabía. Sabía que era necesario aprender a convivir con la incertidumbre, no luchar por borrarla de la vida en un mundo que es, esencialmente, incierto, sino aprender a convivir con ella, a sentirla como una compañera sorprendente que a veces trae incluso buenas noticias.
Fue entonces cuando, despierta del todo, fueron otras las frases que comenzaron a rebotar en su cabeza… eran las que alentaban su respeto al consejo ajeno y los pensamientos propios, recordó entonces cada paso dado, cada esfuerzo y cada hora de sueño perdida, cada alegría y cada ilusión, cada mal rato, cada angustia e incluso cada disgusto. Sonrió.
Y lo hizo porque había algo que sí era seguro y es que no iba a hacer de la seguridad su guía, renunciaría a ella como a todo lo que tendía a romper el equilibrio en el que le gustaba vivir, eran muy pocos los absolutos con los que estaba dispuesta a convivir y muchos los conceptos de los que quería una pizca en cada uno de sus días, la suya era una receta compleja y de notas sápidas diversas, un equilibrio de texturas, colores y sabores que exigía, para empezar de nuevo, hacer de la seguridad un aderezo, no una cuestión de fe.