Pigmalión.

Érase una vez la historia de un niño que, como un pequeño Pigmalión, pintó una escultura de escayola y deseó que se convirtiera en realidad y llenara su vida de magia.

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Al pequeño Rodrigo le encantaba la primavera porque esos días de sol en los que la calidez abraza sin quemar le permitían salir al jardín y, sobre la mesa de piedra que había bajo la higuera, trabajar como si de un Leonardo Da Vinci o un Miguel Ángel se tratara; el no pulía en mármol ni pintaba al óleo ni acuarela, Rodrigo modelaba barro y pintaba esculturas de escayola, un juego de agua y color que tenía prohibido acometer en su cuarto y que se convertía en su actividad favorita en cuanto el buen tiempo le permitía jugar en el jardín y hacerse dueño y señor de aquella gran mesa de piedra bajo la higuera.

Su padre salió al jardín para fumar el único cigarrillo que todavía se permitía, uno de tabaco de liar los domingos después de comer, y observó al pequeño Rodrigo y su magnífico despliegue artístico sobre la mesa; en el extremo de la mesa que todavía tocaba el sol había tres figuras de barro todavía húmedas, eran un tanto abstractas pero en ellas se reconocían las formas de figuras humanas –¡tal vez tengamos aquí a un Botero!– pensó el padre del pequeño Rodrigo sonriendo entre calada y calada y disfrutando de ese placer culpable semanal que se permitía. Cuando terminó su cigarrillo se acercó a la mesa en la que Rodrigo trabajaba afanosamente.

Le sorprendió ver las mezclas de colores que el pequeño había hecho en su paleta de pintor y el cuidado con el que iba utilizándolas cambiando a veces de pincel o asegurándose antes de cambiar de color de que no quedaba rastro alguno del color anterior en las cerdas; se dio cuenta de que las clases de pintura daban sus frutos al ver que Rodrigo había conseguido colores muy naturales a base de mezclar los tonos básicos hasta dar con ese punto de naturalidad; además, como ponía tanto cuidado a la hora de pintar la figura de escayola, el mago que se iba llenando de color parecía más una figura de porcelana que un poco de yeso pintado por un niño.

Se recostó en una tumbona que había junto a la mesa con el ánimo de disfrutar de una apacible tarde viendo trabajar a Rodrigo, un niño que había aprendido a usar el pincel y las pinturas de colores antes que a caminar; un rato después, mientras su madre tomaba un poco el sol (no sin antes haberse untado de crema protectora hasta el último centímetro de su piel) Rodrigo terminó su trabajo y colocó la figura ya coloreada en el trozo de la mesa que tocaban los rayos del sol para que se secara. Fue entonces cuando su madre los tentó tanto a él como a su padre con una merienda en su pastelería favorita… tentación en la que ambos cayeron sin dudarlo ni por un momento. Pigmalión se llamaba aquella pequeña pastelería, que era también un café, en la que les encantaba meredar de vez en cuando (a Rodrigo más que a nadie porque cuando tocaba la merienda de Pigmalión, no tocaba fruta…).

La tarde era luminosa y cálida y, tras la merienda, pensaron en dar un paseo por el parque pero la primavera no había hecho más que empezar y tenían muchas ganas acumuladas de disfrutar de su jardín así que optaron por volver a casa; Rodrigo ni tan siquiera pasó por su cuarto, cruzó el salón y la cocina corriendo y se fue directo a la mesa a ver qué tal iba el secado de sus obras de arte; las figuras de barro ya tenía el aspecto mate de la arcilla cuando se secaba pero Rodrigo sabía, por experiencia, que era mejor no tocarles todavía porque seguro que aun conservaban mucha humedad dentro y podía dañarlas; el mago de escayola fue el que centró toda su atención, se sintió muy orgulloso al verlo porque sabía que era su mejor trabajo hasta la fecha tanto por la riqueza y nauralidad de los colores como por la corrección de sus pinceladas, ninguna se salía de su espacio.

¡Mirad!– dijo cuando vio a sus padres salir al jardín –¡es perfecto! ¡casi parece que va a hacer un truco de magia!-; sus padres observaron el pequeño mago de escayola y reconocieron el buen trabajo de Rodrigo, su padre se sorprendió por la determinación con la que el niño miraba a su mago de escayola y no pudo contener una carcajada –¡pero bueno!– exclamó –¡a ver si te va a pasar como a Miguel Ángel que, al terminar su escultura del Moisés, lo miró arrebatado, así como estás mirando tú a tu mago y le dió un martillazo en la rodilla pidiéndole que hablara!– Rodrigo miró a su padre con los ojos abiertos como platos –¡¿y funcionó?!– su madre se unió entonces a las carcajadas -¡pués claro que no!-.

¿Cómo vas a llamarle?– preguntó su madre –un mago tan perfecto tiene que tener nombre propio– añadió; –¡Pigmalión!– exclamó Rodrigo –¡le llamaré Pigmalión!– sus padres rieron de nuevo –un nombre muy apropiado, sí señor– comentó su padre entre risas –¡pues claro!– explicó Rodrigo –igual que al pastelero le salen nos pasteles perfectos a mi me ha salido un mago perfecto-; -sí- dijo su madre –eso también, pero por lo que el nombre es perfecto no es sólo por eso ¿a que no sabes quién fue Pigmalión?– el niño miró a su madre con gesto pensativo pero enseguida negó con la cabeza encogiéndose de hombros.

Verás– le explicó su madre –Pigmalión era un rey de Chipre y también un escultor fantástico que, como no conseguía encontrar a la mujer de sus sueños, decidió dedicarse a crearla en forma de escultura-; –¿y la hizo?– interrumpió Rodrigo a su madre intrigado –así es-, respondió ella –le llamó Galatea y se enamoró de ella aunque sólo era de piedra pero un día soñó que Galatea le hablaba y le sonreía…– los ojos de Rodrigo parecían ir a salirse de sus cuencas –entonces Pigmalión despertó y descubrió que en su taller, junto a la escultura de Galatea estaba Afrodita, la diosa de la belleza y el amor¡y la diosa hizo un milagro!– se adelantó Rodrigo al final de la historia -eso es- confirmó su madre –a Afrodita le conmovió la belleza de Galatea y también el amor que Pigmalión sentía por ella así que le concedió al desde entonces famoso rey de Chipre que su escultura no fuera de piedra nunca más… sino humana-.

-¡¿Cómo el hada de Gepeto con Pinocho?!- exclamó en un grito Rodrigo; recordó entonces que Afrodita estaba en su libro de dioses griegos y corrió a su habitación a buscarlo para ver quien era aquella diosa griega capaz de convertir una escultura con su mago en realidad… y es que le merecía más credibilidad una diosa que un hada; sus padres se acomodaron bajo la higuera aprovechando los últimos rayos del sol de aquella tarde de domingo y primavera –¿eso es lo que hacemos?– preguntó el padre esperando que la madre no prestara demasiada atención al cigarrillo que sostenía entre sus manos –¿modelamos a nuestro pequeño artista como si fuésemos Pigmalión?– ella lo miró haciendo como que no veía el humo del cigarrillo escapar de entre sus dedos –no– dijo después de pensarlo unos segundos –lo que hacemos realmente es darle herramientas y conocimientos para él se modele a sí mismo hasta convertirse en una persona independiente, libre, capaz… feliz-.

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