Lo que se oye desde el balcón.
Érase una vez la historia de una familia asomada al balcón y la organización de los paseos a las puertas de la desescalada... ¡un sin Dios!.
Domingo. Y día de la madre. ¿Qué importaba? la suya estaba debidamente confinada en su casa y ella también, en la suya propia. Volverían los tiempos de felicitaciones y abrazos pero no sería en el día de la madre de 2020. Eran las 8 de la mañana, podía salir a pasear e incluso a correr pero no lo haría, su abuela le había enseñado que los experimentos solo se hacían con gaseosa así que esperaría un poco más antes de tomar las calles para todo lo que no encajase bajo el titular ‘lo indispensable’. Miró a la bicicleta estática que odiaba tanto como le agradecía su colaboración en los días de confinamiento, respiró hondo… se preparó el desayuno y salió al balcón, a la terraza, al menos hacía un bonito día de sol y podía desayunar ‘fuera’.
Su terraza daba a la urbanización y, aunque pocos vecinos habían tenido su misma idea (desayunar ‘fuera’), todos habían abierto ventanas y ventanales para permitir que al menos el sol y el aire renovaran el ambiente de sus casas e, inevitablemente, sus voces salían también volando por las ventanas.
Unos gritos por aquí, unas risas por allá, un felicidades cantado, otro recitado, algún que otro llanto infantil y la inevitable voz de ¡un poco de orden por favor! ¡hay que organizarse!.
¿Quién nos lo iba a decir hace sólo un par de meses? ¡hay que organizarse para salir a pasear!.
Lo más espectacular era la organización de sus vecinos del tercero, o tal vez en todas las casas era igual y ella sólo oía a los del tercero porque ellos sí habían decidido desayunar en su terraza, que estaba justo debajo de la suya.
–A ver– decía el padre –yo salgo ahora a correr y tú te das un paseo con tu madre luego a las 10, que con la silla no se maneja sola-; se imaginó al pequeño revoloteando alrededor de sus padres como lo hacía cuando los veía tumbados en el césped de la urbanización en verano –¿y yo cuándo? ¿y yo cuándo?– repetía sin parar… –tú luego a las 12 con tu hermano– tardó menos en pensar que su hermano saltaría como un resorte que éste en hacerlo –¡venga ya!– la voz del quinceañero sonó alto, claro y a medio evolucionar, es decir, con gallo incluido –¡yo saco a Ruski pero a éste lo paseais vosotros!– quedaba claro, él asumía el paseo del perro lo cual, dado que suponía recoger caquitas, no era poca cosa, pero a su hermano pequeño no y no lo culpaba, los hermanos pequeños siempre tenían algo de cruz que soportar…
–Sacas a Ruski y a tu hermano, que yo voy antes con la abuela y no solo se puede salir una vez al día– ella meneó la cabeza recordando las palabras del epidemiólogo el día anterior y sonrió al ver que el adolescente estaba al quite de la actualidad –¡alto, alto, alto! que dijo ayer el señor ese que da los datos que se podía repetir si algún paseo era para acompañar a alguien!-. Se imaginó a su sufrida vecina respirando hondo en el día de la madre y sonrió al oir su tono resuelto de siempre –¡a freír puñetas! (eso no se dice, eh! niños) daré un paseo corto con la abuela para verla un rato y luego vengo a por vosotros, voy a avisarla-.
Pero no llegó a avisarla, de hecho no llegó a salir de la terraza porque entró su señor marido que debió haberse ausentado a media conversación organizativa –de aquí no se mueve ni Dios– dijo –eso tampoco se dice, niños– apostilló la madre –¡a mi no me llames niño!– voceó el adolescente con su voz aflautada –¿pero qué pasa?– preguntó lastimeramente el pequeño…
–Acabo de asomarme a la ventana de tu habitación– le respondió su padre –y está la calle que parece Preciados en rebajas, esto es un ‘sin Dios’ así que quietos en casa– ella sonrió degustando el último trago de su café y recordando a su abuela de nuevo, los experimentos, con gaseosa…
–¿’Sin Dios’?– la voz de su pequeño vecino sonaba desconcertada –¡eso tampoco se dice!– insistió su madre pero su padre estaba ya en modo libertario total… –¡anda que no! ¡venga! ¡qué pareces tú de la corriente censora! salir no saldremos pero decir vamos a decir lo que nos salga por la boca, a ver, Pablo, un sin Dios es un lío, un caos, una cosa sin organización– ni tan siquiera ella pudo contener la carcajada cuando escuchó al pequeño decir –¡pues esta casa es un sin Dios!-.