Envidia.

Áine, que siempre había deseado pisar la tierra vistiendo un cuerpo de carne y hueso, ahuyentó aquella idea de su mente para siempre; mientras la envida morase en el corazón humano no querría ella uno latiendo en su pecho.

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Áine detuvo su viaje sin fin a lo largo y ancho del universo para mirar la vida que transcurría en la tierra; la antigua diosa celta y hada irlandesa no veía a las personas más allá de sus más apasionadas emociones y, al verlas, sentía un profundo deseo de sentirlas más allá de su forma etérea, ansiaba la corporalidad necesaria para sentir el aroma de las flores, la dulzura de las frutas y el tacto de la arena, para escuchar el sonido del mar y para ver el mundo más allá de una emoción.

Aquella mañana Áine estaba sentada en su columpio de estrellas y, mientras se deleitaba en su vaivén, miraba el universo de emociones que era para ella la tierra. Le sorprendió una emoción que era para ella desconocida y terrible pues no la había visto nunca antes ni en ningún otro lugar del universo; era una emoción profunda e intensa que borraba la esencia de las personas, las llevaba por un camino sin retorno cuyo fin era la nada, el no ser. Era la envidia. Claro que Áine, que era diosa y era lista, pronto se dio cuenta que sólo las gentes que no son más allá de cómo se ven al compararse con los otros, corrían el riesgo de llegar a la nada, a no ser; sólo esas personas tomaban una linde, y acabada la linde seguían el camino…, sólo ellas lograban construir su propia destrucción buscando una paz que no existía en tal camino y asegurándose un futuro de pasiones… de bajas pasiones.

Áine veía las emociones a través de los colores y en la tierra había descubierto gentes blancas como las nubes, que solían ser más las más pequeñas, y negras como un agujero del universo, que eran en realidad la maldad hecha persona; pero había más. Había descubierto ya la pasión pintada de rojos de diferente intensidad, el talento y la brillantez en luminoso amarillo y la confianza y la seguridad en un pacífico azul; también se había fijado en cómo la alegría y la creatividad compartían un tono anaranjado y el poder se adueñaba del báculo en tono morado. Aquella mañana le llamaba la atención un tono verde inusitadamente intenso… Le sorprendía porque Áine no sabía que las personas se podían poner verdes de envidia.

La intensidad de aquel tono verde resultó hipnótica para Áine y no apartó su atención ni un segundo de quien así vestía su emoción; vio como se encendía cada vez más en destellos primero deslumbrantes y luego oscuros y vio como aquella luz verde aparecía cada vez más aislada, cada vez más sola… Lo que Áine no veía era como Marieta observaba a todas las gentes que conocía e incluso a las que no, como se comparaba con ellas ni como, cuando el resultado de la comparación no era el que deseaba, la rabia arraigaba más y más en su corazón. Áine no podía ver como Marieta olvidaba sus sueños ni como su único deseo era que nadie tuviese un ápice más de suerte ni de éxito del que ella pudiera tener.

Lo que Áine tampoco sabía era que la soledad de aquel verde intenso era dolorosa, mucho más dolorosa que la del más oscuro de los negros porque el segundo carecía de empatía y se acomodaba con gusto en su maldad mientras el primero no lograba nunca acomodarse en su vida ni en su mundo.

Áine se columpió más alto y más fuerte en su columpio de estrellas y, cuando las nubes que le impedían seguir viendo a las emociones bailando sobre la tierra se hicieron más compactas y algodonosas, se alegró de verlas… Y nunca volvió a desear tener un cuerpo y un corazón en el que pintar sus emociones de color.

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Envidia. Del lat. invidia.  1. f. Tristeza o pesar del bien ajeno2. f. Emulación, deseo de algo que no se posee. (RAE).

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