En la cocina.
Él supo ese día por qué, cuando buscaban juntos su hogar en el mundo, ella sólo pedía una cocina grande.
Le encantaban aquellas tardes de aceite de oliva, sales especiadas y trocitos de mango, más sabiéndolo a él en el salón al cuidado del paté, el caviar, los vinos, el agua y los licores; los aromas de la cocina la envolvían y la trasladaban a un mundo tan lejano que no distinguía en él el recuerdo del ensueño, era el hogar de la cocina de leña, los tomates recién cortados, el pescado fresco y el pan todavía caliente.
Y pensaba en los amigos, los buenos, pocos… los que llegarían en pocas horas a su casa para celebrar con ellos que, de algún modo y aun entre ausencias, habían construido un lugar en el mundo en el que encontrarse; su raíz, su brújula y su destino estaba en aquella casa y querían celebrarlo con quienes habían vivido los tiempos de caos y de lucha, de quieros y distancias, guerras, miedos, ausencias…
Hielo, una rodaja de limón y agua ligeramente carbonatada, el magma de la tierra que, aun sin ser más que agua, resultaba emocionante desde el momento en que las burbujas tocaban sus labios; brindaron con un guiño y sin chocar sus vasos, por aquello de la suerte y se acomodaron uno junto al otro mimando mano a mano cada ingrediente de aquella velada.
Le encantaba el color vivo de las verduras frescas, el chisporroteo de las almejas al abrirse al fuego y el pescado al dorarse, también el monótono sonido de las varillas que ligaban la salsa, el tintineo del hielo en el vaso y el sabor del aceite en el pan caliente; sus sentidos se rendían al despertar de la cocina a la vida…
Con las viandas en sus punto y la mesa acogedora, servida y coronada por la caviarera, se compusieron guapos porque no hay acogida amable lejos de la belleza; compartieron patés, huevos y caviar regados con blanco, tinto e incluso con champagne, degustaron con inmenso placer el pescado y las verduras al tiempo que reían con la alegría que nace de compartir los recuerdos buenos.
Hubo helado y porcelana para café y té, también orujo y arancello, corrió el vodka, el ron y el gin tonic con la prudencia de los años y el gusto por el cóctel bueno. Y hubo pereza por marcharse porque aquella velada de amigos y recuerdos, aunque se repetía regularmente, nunca antes fuera al calor del hogar ni el amor de la cocina.
Él supo ese día por qué, cuando buscaban juntos su hogar en el mundo, ella sólo pedía una cocina grande.
Se quedaron finalmente solos en un salón que parecía más el escenario de una batalla campal que de una cena entre amigos… él imortalizó también el después de la velada porque aquel desastre contenía belleza, la de los buenos momentos y mejores amigos, la de los recuerdos, la emoción y la risa…
Él la miró y sintió de nuevo aquella sensación, aquella profunda inquietud que nacía del fondo de su alma y tendía a moverlo como un resorte… pero aquel día todo parecía diferente… y sus pasos no se encaminaron a su maleta y la puerta sino hacia ella…
Y ella se rindió a su abrazo en su hogar, sabiendo absurdo pensar en el minuto siguiente porque nada es ya predecible y, menos que nada, un corazón apasionado como el suyo.