Calima.
Érase una vez la historia de una tarde que parecía de verano y resultó ser de tormenta... seca. Calima.
Estaba sentada en el sofá, absorta en su lectura, jugando a desenmascarar Afroditas y pensando en la conveniencia que latía tras tantas actitudes de supuesta valentía cuando vio inflarse el panel japonés de la ventana como si de una vela se tratara; dejó el libro sobre la mesa y se acercó a la ventana para descubrir que los avisos de tormenta tenían más de cierto de lo que le había parecido unas horas antes con el sol brillando con fuerza en lo más alto del cielo. Pero no era una tormenta de truenos y centellas, lo era de aire y arena, de pura calima.
Le sorprendió el intenso olor a arena -propio, por otra parte, de la calima-, incluso le picaban los ojos como si estuviese en el sur y a merced del viento de Levante, miró inconscientemente hacia el horizonte como buscando el mar que sabía lejano, muy lejano… Cerró todas las ventanas quedándose con el calor a solas pero evitando así que la tormenta arrasara su lugar más íntimo y privado, su refugio en el mundo, su pequeño y encantador apartamento.
Al tiempo que cerraba las ventanas abrió las cortinas por completo y se acomodó de nuevo en el sofá pensando en regalarse el placer de leer con luz natural, pero no logró fijar la atención de nuevo en el libro, casi podía ver el viento y la calima a través de los cristales y le atrajo sobremanera su fuerza y su dominio de un espacio que, hasta hacía pocos minutos, parecía campo exclusivo del sol y su verano.
La transformación de un día de sol en un desapacible día de tormenta seca representaba un misterio para ella y vio en ella más de lo que nunca antes hubiera imaginado; recordó entonces que ni los buenos ni los malos tiempos eran para siempre, tampoco los días de sol ni las tardes de verano y risa.
Decidió preparse un café helado para sobrellevar mejor la tarde porque, a la vista de los vientos, no tenía la más mínima intención de asomar sus zapatos a la puerta, ella no era Dorothy y no estaba segura de encontrar después su camino de baldosas amarillas para volver a casa.
Con su café entre las manos volvió a la ventana para descubrir que el viento seguía haciendo de las suyas, volaban papeles y a saber qué más cosas y en la radio hablaban de algún árbol que había rendido sus ramas a Eolo; traición, pensó, aquel día cálido y hermoso había resultado traicionero y su único consuelo fue pensar que el engaño era obra y arte de la engañosa primavera, nunca de su querido verano que sólo daba tristes tardes como aquella en algún día del tórrido agosto.
Sonrió al pensar en lo absurdo de la traición del tiempo, sólo traiciona quien se compromete y la primavera ni tan siquiera comprometía días de sol, era voluble y sorprendente, cada año era distinta, era única… tal vez esa era su magia, tal vez esa era la magia de la vida, quizá el modo de mirar al futuro sin inquietud fuera hacer de la incertidumbre magia y pensar siempre, hasta sentirlo, que del mismo modo que el sol no brilla para siempre, tampoco las tormentas ni sus vientos son eternos.
Volvió con sus Afroditas con la convicción de que las certezas eran, en el fondo, mentiras y las incertidumbres el verdadero camino, uno en el que no cabía más GPS que cabeza y corazón juntos.