Giovanni Boldini en París: los placeres y los días.
El Museo de Bellas Artes de París dedica una extensa retrospectiva a Givanni Boldini, la primera en Francia después de sesenta años.
Giovanni Boldini, el atento observador de la alta sociedad parisina del cambio de siglo, pasó la mayor parte de su vida en la capital francesa. Aunque nació en Ferrara (Italia) en 1842, él siempre amó el ambiente selecto, las vanguardias y los placeres de la Belle Époque. Se introduce rápidamente en los entornos artísticos de la mano del marchante Adolphe Goupil, su amigo y mentor, y destaca enseguida por sus puestas en escena tan evocadoras de la modernidad y la efervescencia vital del momento. El italiano disfruta del ocio y el teatro a diario, le fascinan el brillo de la noche y los efectos de la novedosa iluminación eléctrica, el trajín de la ciudad, el bullicio de los cafés y las fiestas del Moulin Rouge.
Entre sus íntimos, además de Degas y Goupil, encontramos a Paul Helleu y el caricaturista Sem, y a Proust como uno de sus mayores admiradores.
Aparte de las escenas de género, son sus retratos los que aportarán la mayor celebridad. Y es que Boldini capta de manera sensacional el espíritu de la época, la moda en auge de Worth, Paul Poiret o Jacques Doucet, la vitalidad y el contexto mundano del París de la III República. Y lo hace a contracorriente de las vanguardias pictóricas, completamente integrado en la sociedad que pinta. En la capital de la moda su capacidad para retratar a princesas y ricas herederas con los más bellos vestidos no tenía competencia. Su estilo inimitable que sus obras sean testimonios cautivadores y conmovedores de este París perdido.
Sin embargo, el pintor italiano fue víctima de su propio éxito. Si los vanguardistas le consideraban demasiado frívolo y alejado del artista bohemio, otros le acusaban de repetir siempre la misma estética. Sin embargo, él no se sometía a regla alguna. Al contrario, se trataba de un innovador infatigable, sensible al estilo de los maestros del pasado con todo el frenesí de la modernidad. Supo crear un lenguaje personal, original e independiente, veloz como el ritmo de su ciudad de acogida que plasmaba en composiciones marcadas por puntos de vista inusuales y encuadres audaces que anticipaban la mirada cinematográfica.
Gracias al excepcional compromiso del Museo Boldini de Ferrara, el Museo de Bellas Artes de París (Petit Palais) acoge una retrospectiva del artista italiano en todas sus facetas, desde sus inicios en Florencia hasta su larga carrera en París. La muestra repasa sus cuadros de género, sus retratos mundanos y una producción mucho más íntima, guardada celosamente en vida. La exposición rinde homenaje al pintor de la elegancia, al tiempo que invita a descubrir sus secretos más recónditos.
Son estos últimos cuadros una serie de retratos pintados entre 1880 y 1890. Ante el declive que experimentaron las escenas «à la Goupil» a partir de la década de los 80, Giovanni Boldini comenzó a adaptar su universo pictórico a los nuevos gustos, eliminando de forma paulatina los cuadros de género de su catálogo. Retomó así su pasión por el retrato. Con la ayuda de la condesa Gabrielle de Rasty, que lo introdujo en los círculos de la alta sociedad parisina, el número de sus encargos aumentó rápidamente.
Ella se convirtió en su musa, amante y protectora. Él mostraba cada vez más interés por el arte antiguo (El Greco, Van Dyck, Frans Hals, incluso Velázquez) y admiración por su coetáneo estadounidense John Singer Sargent. Boldini se convirtió en un verdadero “colorista del negro” cuyo éxito consolidó en la Exposición Universal de 1889. Presentó entonces doce cuadros, entre ellos el retrato de Emiliana Concha de Ossa conocido como El Blanco Pastel. Aunque se sitúa oficialmente como retratista, a la altura de Sargent, Whistler y Zorn, mantiene su independencia artística y su lenguaje innovador.
A partir de 1890, Boldini decide mostrar en público únicamente sus retratos sociales. El resto de su producción la mantuvo oculta en su estudio. Se trata de un periodo en el centra su atención del pintor en los interiores, lugares propicios para la introspección y la ensoñación. En estas obras, casi todas de pequeño formato, emplea el color como instrumento esencial para hacer aflorar la emoción. Su estilo gana en energía, su paleta se ilumina, sus pinceladas vehementes se hacen aún más fogosas.
Todo lo que le inspira se presta a una nueva experimentación pictórica: rostros femeninos, ramos de flores, bodegones, desnudos y paisajes giran en una extraña fantasía de líneas y colores. Algunos de esos lienzos, casi abstractos, escenifican fragmentos de la realidad como pretextos para la creación de pintura pura. Pero este asombroso frenesí de vida y movimiento va acompañado de un melancólico temblor, muy evidente en los paisajes crepusculares de Venecia, marcados por la decadencia y el paso irreversible del tiempo. Toda esta producción íntima concentra la ambigüedad de Boldini entre la agitación y la nostalgia.
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