Silencio.
Érase una vez la historia de un rincón de pensar que se transformó en los momentos de silencio de una vida.
Vio a un pequeño caminar hacia quienes parecían ser sus padres haciendo aspavientos y luego, ya junto a ellos, permaneció sentado en el banco con gesto enfurruñado; la madre le acariciaba la cabeza con infinita paciencia, repitiendo un gesto que seguro había hecho miles de veces desde que aquel loco bajito era tan solo un bebé.
Ni las atenciones de la madre parecían alegrar la cara del pequeño que seguía manteniendo su gesto enfurruñado y su cara de estar enfadado con el mundo; se sentó cerca de ellos y observó como el niño comenzaba a reaccinar quejándose a su madre amargamente por David (que debía ser algo así como su amigo del alma) no le hablaba.
La madre hilaba posibles razones para tal silencio pero ninguna convencía al pequeño cascarrabias, entonces su madre le preguntó –¿recuerdas el rincón de pensar?– el niño pegó un respingo y la miró como si olvidar aquel rincón fuera una misión imposible –tal vez– continuó la madre –lo que ocurre es que David necesita tiempo para pensar, como cuando de pequeños os mandábamos al rincón de pensar… y para es necesario estar en silencio-.
De cuantas razones le dio, aquella parecía ser la que más covencía al pequeño pero aun así no acababa de encajar en sus pensamientos –mamá– dijo lleno de razón –tú siempre dices que no hay que enfadarse, que hay que hablar para arreglar las cosas-. La madre hizo un gesto afirmativo y añadió –pero eso no quiere decir que no haya que pensar primero, antes de hablar, es más, conviene siempre ¡mucho! pensar lo que se va a decir antes de abrir la boca-. El pequeño se removió de nuevo en su asiento y sentenció –el silencio es feo-.
Su madre sonrió y le echó el abrigo sobre los hombros animándolo a ponerse en marcha, la tarde comenzaba a refrescar y convenía recogerse antes de que el frío hiciera de las suyas y complicara todavía más las rutinas del día a día con los indeseables mocos y sus fiebres. Pero de camino a casa, continuaron hablando del silencio.
–Verás– le contaba ella –el silencio es muchas cosas pero no creo que sea feo ni bonito, un señor muy sabio que vivió hace muchos muchos años, decía que el silencio es el único amigo que jamás traiciona– –buah!– rezongó el pequeño –¡pero tampoco te ayuda!-; –bueno…– continuó la madre -tal vez te ayuda a no meterte en líos… decía otro señor muy sabio y muy inglés que eres dueño de lo que callas pero esclavo de lo que hablas-; –entonces– preguntó el niño –¿el silencio es bueno? ¿hay que estar siempre callados como David?-; –uy– respondió la madre –no sabría decirte porque también hay quien opina que el silencio atiza, como el viento, los grandes malentendidos y extinge sólo los pequeños– la cara de desconcierto del pequeño era todo un poema –y otro señor, también muy sabio y muy español, decía que el silencio es a veces la peor mentira-.
–Entonces… ¿¡David me está contando una mentira cuando no me habla?!– el pequeño estaba esfupefacto y su madre no pudo reprimir una carcajada –¡No!– dijo sin dudar lo más mínimo para alivio de su hijo –el silencio puede ser todo lo que te he dicho pero también es el elemento en el que se forman todas las grandes cosas (no lo digo yo eh! lo decía otro sabio inglés) y, lo más importante, cariño, el silencio no es feo ni bonito… pero es más difícil de manejar que las palabras-.
–¿Eso también lo dijo un sabio?– preguntó el niño con gran resignación, dispuesto ya a soportar un silencio que no acababa de entender, –sí– respondió su madre –uno francés-.
Siguieron caminando, en silencio, y ya en la puerta de la casa el pequeño dijo –mamá, si tantos sabios han hablado del silencio, será que es importante ¿verdad?– su madre sonrió haciendo un gesto afirmativo mientras abría el portal de la casa –así es, y eso, cariño… lo has descubierto tú solo tras quedarte un rato en silencio...-; el pequeño entró en el portal, giró sobre sus talones y miró a su madre –como en el rincón de pensar– sentenció.