Acuerdo.
Mirarse a los ojos y sentirse con el sólo objeto de entenderse, ese era siempre el principio de un acuerdo... que no es lo mismo ni es igual que estar de acuerdo.
Poner la razón y el corazón al servicio del acuerdo era un esfuerzo mayúsculo cuando entre su alma y la del otro mediaba un mundo de perspectivas diferentes sobre la vida e incluso sobre si mismos. Pero nadie la convencería jamás de que la rendición había de ser el camino.
Rendirse al desacuerdo era tanto como hacerlo al desaliento negando la evidencia de un punto de partida desde el que ambos miraban en la misma dirección, la de de un futuro en el que ambos se encontrasen a si mismos cómodos y felices.
Claro que había días y momentos, le sobraban los motivos para dar un portazo y media vuelta volando puentes y abriendo heridas pero eso era tanto como volar ese futuro hacia el que quería volar. Permitir que la soberbia del otro la llevara al harakiri era tanto como rendirse al desacuerdo. Respiraría hondo y profundo y seguiría plantada en su punto de partida serena y firme, convencida de que el primer paso habrían de darlo juntos.
Sabía que aquella situación no podía durar mucho porque nadie en su sano juicio podía decir ¡qué bello día! mientras se gesta en el cielo el diluvio universal; alguien tendría que emular a Noé y salvar el mundo… Y entonces llegó el ‘hasta aquí‘, llegó el momento en el que se imponía el respeto a uno mismo por encima de todas las cosas, llegó el día de moverse y darse luz con la fuerza de la razón propia y también de la ajena. Llegó el momento de ponerse de acuerdo en algo que no tenía por qué ser lo esencial, para empezar bastaba con que fuese.
Para llegar a un acuerdo había sólo una condición inexcusable, la de no estar de acuerdo porque sólo en ese caso cabría negociar algo, lo contrario no era un acuerdo, era sólo coincidencia. Pensar así aliviaba su sentir inquieto y cansado ante la negociación constante, ante el baile de perspectivas y el ritmo de las palabras; –imposible– decían algunos –imposible– repetían otros –imposible– insistían los ecos… Claro que ella sabía que lo único imposible era aquello a lo que se le negaba el intento mientras que aquello a lo que se concedía el intento podía ser imposible o no, podía ser imposible hoy y quién sabe si mañana…
Y así, negociando cada día, habían iniciado a un tiempo su camino hacia el futuro, un camino en el que él había dejado de ser un lastre para ella así como ella había dejado de serlo para él; su vuelo resultó no ser el de las aves que migran juntas sino el de las que vuelan libres, a su aire más que al de las estaciones pero ninguno hubiera podido volar hacia un futuro feliz sin haber llegado antes a su acuerdo… un acuerdo al que habían llegado desde diferentes perspectivas, ella desde la certeza de vivir un amor gastado y él desde la convicción de que cuando la pasión no asiste a la vida, la vida muere… o se transforma.
Y, estando en desacuerdo, habían llegado a un acuerdo por el bien de ambos y por el futuro que ambos merecían. Porque los desencuentros, al igual que los encuentros, eran siempre cosa y decisión de dos, lo contrario no es un encuentro ni un amor, no es un desencuentro ni un desamor, es otra cosa de nombre feo que no conviene ni tan siquiera mentar…
¿Y por qué aquellos pensamientos en un domingo cualquiera? porque todo había cambiado, se confesó, pero nada se había transformado… y porque siempre que volvía compartir con él una caña o un café volvía a un amor gastado que nunca había dejado de ser tal sin saber que él regresaba al momento en el que esperaba que también la pasión, un buen día, asistiera.
Porque los acuerdos no son nunca para siempre ni aunque se juren… del mismo modo que los desacuerdos no son nunca para siempre ni aunque se abjure de ellos.