Cuento: ¡Madre mía!
Cada una era madre a su manera y a su modo pero todas lo eran desde el amor más intenso, el que les era más propio...
El día de todas las madres del mundo amaneció cálido y luminoso, aunque alguna nube revoltosa amenazaba con matizar el brillo del sol; aquel primer domingo de mayo, como siempre que había resultado posible hacerlo, comería con su madre, guardaría su impaciencia para con ella y su particular modo de ver el mundo, y le concedería el protagonismo debido en un día que era suyo.
Decidió ir caminando hasta el restaurante aunque el paseo no era corto, compró un ramo de rosas blancas en la floristería de la esquina de su calle, que permanecía abierta con el ánimo de embellecer al mundo y a sus madres tal día como aquel, y disfrutó de la suave brisa que aliviaba el tórrido calor que el sol lanzaba sobre la tierra.
En su tranquilo paseo hacia el restaurante dedicó su tiempo a observar al mundo desde el otro lado de sus gafas y descubrió algo que, en realidad, ya sabía… no había dos madres iguales del mismo modo que no hay dos mujeres iguales pero había algo que las unía a todas, era un brillo especial en el fondo de sus ojos y un matiz de cansancio en su mirada, era la sensación de permanente conflicto y la de alerta constante ante la vida y sus sorpresas, era, en definitiva, el amor más intenso y más profundo, uno que podía lograr que una mujer se despojase hasta de sí misma si el beneficiario de aquella renuncia absoluta era su hijo…
Pensó en Jane Campion y en cuánta razón tenía al afirmar que las mujeres viven hoy en un difícil conflicto, el que surge al enfrentar su derecho a una vida individual y plena, a su propia independencia y la dependencia inherente a la maternidad, el tiempo infinito que ésta demandaba, a su antiguo modelo vital; era, sin duda, un conflicto complejo y lleno de aristas y matices, responsable en gran medida de la nota de cansancio que descubría en los ojos de las madres.
Estaba llegando al restaurante cuando una pelota pasó rodando junto a sus pies, la recogió y levantó el rostro sabiendo que tras una pelota siempre surgía un niño… y lo vio al otro lado de la calle sujeto por el brazo firme de su madre. Fue ella quien cruzó la calle para devolver al pequeño su juguete y recibió a cambio una sonrisa y un sonoro gracias, también la mirada cansada y agradecida de la madre del pequeño, cuya voz oyó alejarse mientras aleccionaba al pequeño acerca de la importancia de no jugar con la pelota antes de llegar al parque.
Y deseó desde el fondo de su alma que alguien le dijese a aquella madre que su papel en el mundo no era ser maga ni heroína, ni ser la primera de la clase en todos los ámbitos de su vida, su papel en la vida era ser persona por encima de todas las cosas, una persona con una vida llena y plena en la que la maternidad tendía a revolverlo todo y poner sus prioridades del revés a cambio de una dulce mirada infantil y un te quiero expresado con lengua de trapo… y no, no era cosa de poco. –Dejemos la perfección a Dios– pensó –y dediquémonos a vivir, a ser felices… y a pintar una sonrisa constante en el rostro de los niños-.
Feliz día de la Madre.