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Muros de piedra, de cartón-piedra, de papel o de etéreo humo... muros que lo son por su esencia más que por su presencia.
Se levantó no sin cierta pereza y atraída únicamente por el bizcocho que sabía la esperaba en la cocina y el intenso deseo de sentir el aroma del café al filtrarse; preparó su bandeja del desayuno y se acomodó en el salón, junto a su ordenador, dispuesta a revisar su mail y las noticias del día mientras los matices del plátano, la canela y el chocolate negro le regalaban el gusto.
Todas las portadas del día viajaban a Berlín y su cabeza voló 25 años atrás cuando, al tiempo que abandonaba a duras penas la adolescencia, veía caer el muro de Berlín por televisión. Recordaba que salió a la calle a celebrarlo con su grupo de siempre, sus amigos de juegos e infancia, el fin de un muro era entonces para ellos la liberdad más pura.
Recordó como su madre se mostraba tan seria y circunspecta como siempre aquel día, como intentó evitar que se marchara a la calle, como ella, tan contraria a todo como siempre, había salido a pesar de todo; recordaba también como, a su vuelta, se ignoraban mutuamente durante la cena. Tampoco había olvidado el único comentario que le dedicó aquella noche…
Ella, en su joven efervescencia, había narrado las bondades de la caída del muro mientras su madre y su hermana callaban y, al reprocharles la indiferencia que parecía teñir su silencio, acabó por preguntarles si acaso hubieran preferido vivir tras un muro; su madre se levantó y la taladró con la mirada como sólo ella sabía y podía hacerlo… ‘todos los muros han de caer, incluso los de cartón-piedra‘.
Aquella acusación velada había convivido con ella desde entonces, se había alimentado además de otras que llegaron después, la más dura, la más cruel, la de él… ‘tú no has derribado tu muro, sólo has aprendido a saltarlo‘.
Removió su café y tomó el último bocado del bizcocho mientras decidía si preguntarse o no acerca de sus muros íntimos y personales, acerca del refugio que le proveían y el mundo que le negaban, sobre su necesidad o su bondad, sobre sus maldades… ‘no se puede vivir con miedo‘ le reprochara él en otra ocasión, sí se puede, dijo ella sin saber que hablaba a viva voz hasta que oyó el eco de su voz, se puede, y yo sirvo de ejemplo…
No se sentía capaz de afrontarse a sí misma y decidió que su mañana consistiría en una visita a la Cuesta de Moyano para perderse entre puestos de libros y asegurarse así una tarde de deliciosas vidas ajenas tintadas en papel ya viejo.