Brindad, brindad, malditos. Siete escritores para leer con un cóctel en la mano.
Un cóctel de escritores (y sus bebidas favoritas) para un largo y cálido verano.
Mezclaron musas y alcohol. Lo hicieron en garitos inmundos y en cafés elitistas. En la soledad de sus cuartuchos de artistas o en compañía de sirenas con piernas y papeles amontonados. A algunos, como Hemingway, Carver o Tennesse Williams, las copas de letras se les fueron de las manos. Otros, abstemios empedernidos, se limitaron a embriagar sus páginas de dipsómanos y adicciones varias más ficticias que reales. Aunque es cierto que la sobriedad no parece ser la característica más relevante de este venerable oficio, no pretendo fabricar una lista (más) de escritores adictos al cóctel —de hecho no todos lo fueron, ni lo son—, sino de retomar viejas lecturas. De aprovechar las eternas tardes estivales para (re)leer a grandes maestros de la narrativa contemporánea. De descubrir las tabernas donde sus personajes se emborrachaban hasta el delirio, los licores que atiborraron su imaginación, los espectros de sus propias vidas.
Porque de eso se trata, de leer. Y hacerlo como es debido. Sentados frente a la ventana, música de fondo y una buena copa cerca. No necesariamente de alcohol. Pues por mucho que Bukowski se empeñara en afirmar que la cosa más sensata que una persona puede hacer es estar sentada con una copa en la mano, parece más razonable hacerlo con un libro. O no… Eso sí, un buen cóctel de escritores siempre apetece.
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Dos libros, El viaje a Echo Spring (El ático de los libros) —en el que Olivia Laing sigue el rastro de seis escritores marcados por la bebida— y Mezclados y agitados (deBolsillo) de Antonio Jiménez Morato me han servido de coctelera. Gracias a ambos.
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Con Hemingway, un daiquiri.
Lo primero que hizo Hemingway cuando llegó a La Habana fue bebérsela entera. Después se entregó a la escritura. Que el norteamericano no tenía reparo en mazarse a whiskies o a absenta, no es ningún secreto. Pero en Cuba fue el daiquiri (el mojito, también; mi mojito en La Bodeguita, mi daiquirí en El Floridita, escribió en las paredes de uno de los locales) el que conquistó su corazón. Dos medidas de ron blanco puro, un golpe de lima y hielo picado, y el “papa doble” estaba servido.
El viejo y el mar es una de las novelas que brotaron de aquellas tardes en la Finca Vigía. Una belleza literaria que no sólo le valió el Pulitzer. También con ella, dijo, halló su propio tono literario. La calidez, las gentes, el sabor de esa isla larga, hermosa y desdichada —así describía Cuba en las Verdes Colinas de África— marcaron su vida más que cualquiera de los lugares que hizo suyos en el mundo. Y no me extraña.
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Un gintonic para Jay Gastby.
Primero tomas un trago, luego el trago toma otro trago, luego el trago te toma a ti. Francis Scott Fitzgerald se bebía hasta la colonia. Como su Gastby los gintónics. Escritor precoz, talentoso y de éxito, lo tuvo casi todo en la vida. Y casi todo lo diluyó en alcohol. De nada le sirvió a Fitzgerald aquella estúpida caza de brujas que fue la Ley seca. O sí. Para pasársela por el forro y escribir su obra maestra a golpe de ginebra, El gran Gastby.
Varias veces llevada al cine y al teatro, criticada y alabada a partes iguales y con idéntica intensidad, la novela gira en torno a la prosperidad y la decadencia, el lujo y el crimen organizado, el idealismo y la ambición. Pero, por encima de todo, se vale de la figura del misterioso millonario Jay Gastby para construir una crítica sin paliativos de la sociedad norteamericana de los locos años 20. Con su prosa a ritmo de jazz y fiestas frenéticas, Fitzgerald creó un mito sin saberlo, un héroe para el siglo XX.
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Para Raymond Carver un whisky. Sin paliativos.
A Raymond Carver el alcohol le dio muchos quebraderos de cabeza. Tantos que casi muere por él. Por sus estragos. Pero, ironías de la vida, llevaba diez años sin probar una gota cuando el cáncer lo fulminó.
El maestro del relato y la frase escueta, de la prosa demoledora nació en 1938 en Clatskanie (Oregon). Pero como él mismo dijo, tuvo el privilegio de vivir dos vidas. La primera azarosa, difícil, marcada por el alcoholismo y la pobreza, el trasiego de una ciudad a otra buscando un empleo estable. Afortunadamente, para entonces ya había descubierto la poesía. Hallazgo que sin duda se convirtió en su mayor vía de escape. Pues entre tropiezo y copazo descubre a Hemingway y a Chéjov; conoce a su editor, Gordon Lish, y a sus mejores amigos, Cheever, Tobias Wolff y Richard Ford; esculpe su estilo, sobrio, preciso, brutal, impecable; perfila sus relatos desnudos y a sus personajes. Perdedores de manual que se despedazan mientras beben, juegan o matan.
Corrigió De qué hablamos cuando hablamos de amor hasta la saciedad, llenando cada uno de los relatos de silencios y espacios en blanco, perfeccionando hasta el extremo ese minimalismo deliberado del que hizo gala y lo convirtió en escritor de culto.
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Un Gin fizz sobre el tejado de zinc y Tennessee Williams.
Tennesse era amigo del gin fizz (ginebra, limón, lima, sirope, clara de huevo, flor de naranjo, agua y crema). O eso dicen. El mago del teatro norteamericano del siglo XX también murió devastado por el alcohol. Fue en febrero del 83. En un hotel de Nueva York. Atiborrado de bourbon, barbitúricos y fracasos. Porque al que fue el dramaturgo más venerado de los 50, 60 y 70, también lo fulminó una crítica despiadada e injusta que no fue capaz de digerir.
Los personajes atormentados que pueblan sus páginas parecen haber sido sacados de un hospital de locos. Borrachos, tullidos, deteriorados, perdedores. Pero no. Proceden de su propia experiencia. De una infancia compleja, una adolescencia marcada por la homosexualidad. Tennessee se bebía todos sus demonios y los vomitaba sobre el papel como pocos lo han hecho. O sobre tejados de zinc y tranvías cargados de deseo.
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Un margarita con Carlos Fuentes.
Carlos Fuentes, al contrario que los anteriores autores, no se daba a la bebida. Periodista, intelectual, catedrático, amante del cine y, por supuesto, escritor, este mexicano universal aglutinó en su obra la cultura y la historia de su país. También sus fantasmas. Leer a Carlos fuentes a tequilazo limpio sería un desacierto. No sólo por la graduación del brebaje de agave azul. La complejidad de sus novelas desaconseja tal experimento.
Cuenta Fuentes que escribió Aura dos años después de unas copas con Buñuel. Que fue el cineasta quien le puso nombre a una de las novelas más célebres del mexicano. Todo por culpa de Quevedo y Gericault. Y un café de París.
Pero yo me rindo ante Laura Díaz. Con un margarita en la mano. Por aquello de suavizar el gusto acre del tequila y porque la protagonista lo merece. Los años con Laura Díaz es la historia de una mujer. Y también la de México, claro. Todo un siglo, el XX, relatado a través de los ojos de Laura. La mujer que vive apasionadamente; la que se construye cada día, la que ama, la que se salta a la torera las normas sociales; la que conoce a Frida y a Diego y va descubriendo su verdadera vocación en la medida que el país se desmorona.
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Marguerite Duras. Un Campari, por favor.
Sartre le dijo que escribía mal. Obviamente, no estuvo acertado. Lo que le ocurre a la Duras es que escribe enrevesado. A Duras había que leerla con un mínimo de atención para comprender que cuanto más avanzaba hacia el centro de su laberinto verbal, más se acercaba a lo indecible, explica Vila-Matas. Como una especie de sinestesia, su fuerza literaria reside en el sonido. El del lenguaje y el de su propio mundo. Claro que la belleza del francés se presta a que los trinos más discordantes se perciban como una sinfonía. Pero es ese universo personal tan atormentado el que nutría sus palabras. Y el Campari, ese aperitivo rojo y amargo que mezclaba con ginebra, el que las hidrataba.
De entre esas letras a contracorriente, regadas de veranos húmedos entre París y Saigón, tal vez impregnadas de Faulkner y Hemingway —los devoraba de niña— que saben a sufrimiento y pasiones salvajes, me quedo con El amante. Quién sabe si escrito a golpe de negroni o simplemente de temperamento y genialidad. Lo cierto es que la novela de tintes autobiográficos es un alegato al deseo; un torrente lingüístico que desborda las páginas al ritmo Duras. Quien lo leyó, lo sabe.
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Los chilcanos de Vargas Llosa.
Fue el periodista Antonio Jiménez Morato en su libro Mezclados y agitados. Algunos escritores y sus cócteles, quien relacionó al insigne premio nobel con un cóctel peruano por excelencia, el chilcano. Pisco, limón y soda se derraman sobre las letras de Conversación en La Catedral casi desde el inicio (uno de los más brillantes, por cierto).
Él era como el Perú, Zavalita, se había jodido en algún momento. Piensa: ¿en cuál? Frente al Hotel Crillón un perro viene a lamerle los pies: no vayas a estar rabioso, fuera de aquí. El Perú jodido, piensa, Carlitos jodido, todos jodidos. Piensa: no hay solución. Ve una larga cola en el paradero de los colectivos a Miraflores, cruza la plaza y ahí está Norwin, hola hermano, en una mesa del bar Zela, siéntate Zavalita, manoseando un chilcano y haciéndose lustrar los zapatos, le invitaba a un trago. No parece borracho todavía y Santiago se sienta.
La tercera novela de Vargas Llosa, publicada en 1969, se desarrolla en La Catedral. Un bar de pobres donde, entre chilcanos y cervezas, los personajes desmenuzan la vida en el Perú del dictador Manuel Arturo Odría, mientras Santiago Zavala se devana los sesos frente a su propia pregunta ¿En qué momento se había jodido el Perú?