El último concierto.
Película claramente de domingo por la tarde, de esperar al lunes al borde del camino, con buena música y una sonrisa...
Caminamos acompañados y solos. Nadie puede andar por nosotros, pero muchos pueden acompañarnos en la ruta que seguimos. Amigos, compañeros, familia. Acompañamos y nos acompañan. Seguimos y nos siguen. Perdemos de vista y nos pierden. Y a veces nos paramos, y pensamos sobre porqué estamos caminando, o hacia donde vamos, o simplemente a quitarnos una china-recuerdo del zapato. Miramos que nos queda en los bolsillos. Cuantas sonrisas, penas, luchas, besos, nos caben, nos llenan, nos vacían.
O cuanta música, o cuantas cosas podríamos llevar tras 25 años de estar en un cuarteto de cuerda, como los protagonistas de El Último Concierto, que están preparando esa última actuación para celebrar el cuarto de siglo acompañándose en la música. Sólo que ellos no saben que es el último, al menos hasta que uno de ellos, un inconmensurable Christopher Walken (como casi siempre), avisa a los demás de su Parkinson y por ende, de su retirada. Y entonces nos paramos con ellos al borde de su camino, con Philip Seymour Hoffman, Catherine Keener, con Walken, y entre notas, recuerdos, futuros rotos o por hacer, miramos a la vida un poco como de frente, como desde la amistad, que como dice la frase publicitaria de la película, es la mejor expresión del arte, lo cual no quiere decir que no sea dura, o complicada, o vaya usted a saber.
Película claramente de domingo por la tarde, de esperar al lunes al borde del camino, con buena música y una sonrisa de que vengan a por mi, que ya yo, si eso, iré a por ellos.