Un Air de Diptyque.

Figuier, ambre, feu de bois, baies, 34... aromas de interior.

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Si algún perfume pudiera desatar de verdad la gran orgía de amor de Grasse, Jean-Baptiste Grenouille (el personaje de Patrick Süskind) no hubiera acabado sus días en aquel mercado de París un 25 de junio de 1767 y salvando el tiempo se hubiera unido a Christiane Gautrot, Desmond Knox-Leet e Yves Coueslant en el 34 del bulevar de Saint-Germain en el que nació Diptyque casi trescientos años después del transcurso de la historia de El Perfume.

Porque si encontramos la esencia de los perfumes únicos en alguna parte es, sin duda, en Diptyque, fragancias con «identidad y carácter, intensos, singulares, atrevidos y genuinamente modernos». Su última novedad es además una delicia para la vista, el «quinto objeto» de la maison destinado a darle un olor profundo y personal a los espacios tras las velas, la cera de los óvalos, el vaporizador y el reloj de arena. Duele llamar ambientador a algo como Un Air de Diptyque, un objeto que trasciende a su utilidad en la belleza de su diseño, en las líneas puras y personales, en el desarrollo de la expresión de la Maison parisién de «El arte del perfume y el arte de vivir». Simple pero innovador, como si de una Nesspreso se tratara, la pieza de cerámica y metal perforado con la belleza de los juegos tpograficos habituales en la marca se coloca en el soporte interior para que comience el cipo de difusión de cuarenta horas. Sólo con volver a colocar el envoltorio cerámico y una pequeña presión en la parte posterior para que comience.

Son cinco los aromas con los que se presenta Un Air de Diptyque, cinco que no somos capaces de describir mejor que lo hace la misma casa: Baies, Figuier, Ambre, Feu deBois y 34. Que huelen así:


Figuier (higuera)
Si fuese un paisaje, sería el Mediterráneo en verano. Una atmósfera soleada y bañada de luz, un viento saludable y seco acaricia un edificio con encanto sin florituras. Colinas blancas contrastadas por el azul del cielo y un verde indeciso. Un paisaje que podría haber sido obra de Paul Cézanne o Vincent Van Gogh. A la vez sublime y sencillo, como un recorte abstracto de Matisse. Un momento de relajación íntimo, una novela de la Nouvelle Revue Française abierta, sus páginas que titilan bajo el efecto de una brisa vaporosa. Algunas piedras blancas y rosas salpican las hierbas indómitas. Impresión de plenitud y eternidad que se impone con sencillez, sin sombras, pero que instala durante mucho tiempo su misterio y su fuerza serena, a la vista de una naturaleza aún salvaje y llena de promesas. 

Ambre (ambar)
Un antiguo palacio al anochecer, iluminado por la luna creciente. Los restos de una estatua antigua, casi enterrada por los vientos de arena. Celosías de las que brota una luz cobriza. Oriente en toda su majestuosidad y su opulencia de antaño, tal y como queda descrito en los cuentos de las Mil y Una Noches. Frescos pintados de amarillo topacio sobre un fondo azul noche que adornan una cúpula… Gracias a un pozo de luz, percibimos lo que parece una Sherezade con cabellos de azabache, con joyas y piedras preciosas de color miel y fuego… Pero, no se trata sólo de un espejismo. 

Feu de bois (lumbre de lena)
Una estepa nevada que despierta las ganas de un té especiado y caliente procedente de un samovar humeante. Las llamas cautivadoras y cálidas de una chimenea en una acogedora dacha mecida por una sonata para piano de Tchaïkovski. Una remanencia de resinas rústicas impregna un kilim con motivos y tonos descoloridos. Un momento de ambigüedad en el que podría surgir el «pájaro de fuego». Algunas mujeres envueltas en chapkas o pañuelos abigarrados se precipitan a la iglesia ortodoxa con cúpulas doradas para encender una vela amarilla a la Virgen negra. Unas imágenes en sepia llenas de encanto. 

Baies (bayas)
Un paisaje de jardines ingleses. Algunos frutos rojos o morados recién cogidos y puestos sin miramientos en un paño arrugado y húmedo. Tarros de mermelada casera. Ternura de los colores de los lienzos de Thomas Gainsborough.

En Gran Bretaña, el exquisito molino de agua de Dora Carrington, donde pintó sus poéticas naturalezas muertas de flores silvestres. Un edificio cubierto de viñas vírgenes cerca de un río en el que se contemplan los sauces llorones. La abundancia de rosas abiertas orna y embriaga el ambiente. A la sombra de un cenador, la lectura de un antiguo herbario. El encanto indefinible y atemporal de una agradable comida a orillas del agua. Delicadeza y romanticismo. 

34 
París es una fiesta en un salón animado y acogedor de la orilla izquierda del Sena. Sus escritores en los muelles. Un cliché de Robert Doisneau para representarlo. Recuerdos de la excéntrica y anticonformista Marie-Laure de Noailles, mecenas emérita, y la edad de oro de Luis Buñuel. Unos macarrons de praliné acompañados de una copa de champán y una bocanada de cigarrillos rubios ingleses. Es demasiado, pero siendo bohemio, todo está permitido. En la terraza del Café de Flore, un grupo de existencialistas miran pasar a los elegantes. Con ganas de tomar el aire en los Jardins de Bagatelle o ir al Palais Garnier a disfrutar de una ópera intimista. Aspiraciones únicamente sensatas. 


No nos cabe duda de que a Grenouille le hubieran apasionado estos aromas olvidando su afán de conseguir el perfume único, ni de que El Perfume de Süskind se hubiera inspirado en ellos.

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