El juicio de París. Peter Paul Rubens.
El mito que representa el cuadro de Rubens pone ante nuestros ojos un puñado de naturaleza humana.
El mito que representa el cuadro de Rubens pone ante nuestros ojos un puñado de naturaleza humana. Nos enseña lo mejor y lo peor de nosotros mismos, hombres y mujeres del siglo XXI y de todos los tiempos. Esa es la grandeza de los mitos. Son atemporales y, por eso, siempre constituyen una lección de vida.
Cuando tras la complicada boda de Tesis y Peleo aparece la diosa de la discordia, Eris, indignada porque no la habían invitado, y lanza la manzana de oro sobre la mesa, nadie podía sospechar el trágico final que se desencadenaría y que cambiaría el orden del mundo griego. El lema inscrito eran palabras envenenadas: “para la diosa más hermosa”. Y, como la madrastra de Blancanieves, tres de las diosas asistentes se alzaron con la altivez de quien pregunta retóricamente “¿Hay alguien más bella que yo?”. Zeus, dios de dioses, sabedor de que la soberbia femenina es capaz de cualquier cosa, no quiso tomar partido y mandó a su emisario Hermes, el dios de los pies alados, a buscar a Paris, un pastor.
Paris, que era hijo del rey Príamo, había sido abandonado de niño en manos de Agelao el pastor, porque los adivinos vaticinaron que ese bebé destruiría el reino. La madre, Hécabe no pudo soportar que mataran a su niño e hizo lo que pudo para que al menos salvara la vida, aunque eso implicara mentir al rey y no ver nunca más a su hijo. La nobleza del pastor Paris, valeroso, fuerte y justo, ya había llamado la atención de los dioses. Y por eso fue elegido por Zeus para deshacer el entuerto.
Y ahí tenemos a Paris, mirando atentamente a las tres diosas candidatas, sumido en un mar de dudas, mientras Hermes sostiene la manzana de oro en la mano. No era fácil la elección. Atenea, guerrera, inventora, todopoderosa, desnuda y desprendida de sus armas y su escudo, prometió al joven hacer de él el hombre más bello y sabio del mundo y que saldría victorioso de todas sus batallas. “Soy un humilde pastor, no un soldado”, cuenta Robert Graves que respondió Paris.
Hera, esposa oficial de Zeus, majestuosa y vengativa, le ofreció, mientras se paseaba desnuda para que pudiera verla bien, hacerle señor de Asia y el hombre más rico del mundo. Pero Paris no se dejó sobornar. Finalmente Afrodita, aproximándose a Paris hasta turbarle, habló adulándole, cuestionando que un hombre de su valía se dedicara a cuidar ganado, en vez de vivir en la ciudad, llevar una vida civilizada y casarse con una mujer como Helena de Troya. Paris no sabía de quién le hablaba. Y cuando le pide a Afrodita que le explique cómo es Helena, ésta le responde: “Es tan bella como yo y no menos apasionada” y le explica que aunque está casada, no es inaccesible gracias a sus poderes, que está dispuesta a poner a su disposición siempre que la elegida sea ella.
Paris debió volverse loco: bella y apasionada como esa diosa que le adula, le seduce, casi le roza, y además prohibida, inalcanzable para el resto excepto para él. Cuando Paris preguntó: “¿Juras que lo harás” Afrodita supo que la manzana de oro era suya. Y así fue.
Rubens pintó a Afrodita en toda su carnalidad, inspirándose en los rasgos de su segunda mujer, Hélène Fourment, con la que se casó cuatro años después de fallecer la primera, cuando Rubens tenía 57 y Hélène solamente 16. Tuvo cinco hijos con ella, la última niña póstuma, ya fallecido el pintor. En esta última etapa, ya en la madurez del artista, los cuerpos femeninos aparecen en toda su voluptuosidad, como en Las Tres Gracias, uno de los más emblemáticos del autor.
Gracias a esta visión esplendorosa de la mujer, expresada por un conocedor del cuerpo humano como Rubens, aún resulta más fácil entender la turbación de Paris y su trascendental y dramática decisión.