Desdibujando el tiempo.

Una serie infinita de niveles superpuestos, un lugar donde no todo está escrito.

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El tiempo –ese pez escurridizo y traidor, ese tirano experto en camuflaje– dejó de ser lineal cuando en 1937, cayó en las manos del genial John Boynton Priestley. Desde entonces, sólo cuenta el espacio. El revolucionario dramaturgo británico desdibuja entre sus letras el trazo imaginario que separa pasado, presente y futuro, los renglones se difuminan y el camino deja de existir. Las siluetas del tiempo se confunden y se mezclan, se unen conviviendo en el mismo espacio; el espacio y la responsabilidad del ser humano con sus actos y el momento en que le toca vivir, pues para Priestley el tiempo no es más que una serie infinita de niveles superpuestos, un lugar donde no todo está escrito.

Corre el año 1919 en el salón victoriano de la casa de los Conway. La guerra acaba de terminar y Kay –la escritora de la familia– cumple 21 años. Motivos más que suficientes para celebrar. Todo es júbilo, sueños, deseos, ambiciones e inquietudes; padres y hermanos brindan, entre risas y alegría, por un futuro prometedor. En tan solo un minuto llegamos a 1937, a la noche del cumpleaños de Kay; el salón permanece y la familia Conway también, sin embargo la situación se ha tornado muy diferente. El tiempo ha pasado implacable, borrando sueños y quebrando ilusiones, una cruenta guerra se avecina, la crisis económica es evidente y la frustración acecha como el buitre a la carroña. Aparentemente, ambas escenas muestran una situación convencional, incluso intrascendente por lo común de los hechos. Pero la clave de todo se encuentra en el tercer acto que supone una regresión a la noche de la fiesta que toca a su fin. Sólo quedan dos invitados y en el ambiente relajado, seguro y cálido del salón familiar se suceden tenues atisbos de lo que desencadenará el desenlace veinte años después.

En El Tiempo y los Conway, Priestley altera el orden de los sucesos para mostrarnos de manera sutil y aparentemente desordenada los conflictos y las complejas relaciones entre los diez personajes. Poner en escena toda la perspicacia e ironía de esta obra no resulta tarea fácil, “sólo puede abordarse rodeado de un buen equipo –nos explica el director de la misma, Juan Carlos Pérez de la Fuente–. Y eso es lo que he hecho”. Un elenco excepcional seleccionado con mimo y un montaje simbólico maravilloso dan vida a esta versión brillante cínica y canalla de un drama imperdible, su bellísimo texto y una estructura teatral innovadora.

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En Madrid, del 18 de enero al 5 de febrero.
Teatros del Canal. Sala Roja.

En Las Palmas, 10 y 11 de febrero.
Teatro Cuyas

En Barakaldo. 30 y 31 de marzo.

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