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Richard Feynman, el percusionista de la Física.

Un científico que se aficionó a los bongos durante una estancia investigadora en Brasil...

Sin duda, uno de los físicos estadounidenses más populares y exitosos del siglo XX es Richard Feynman. Nacido en Nueva York en 1918, él mismo contaba que estando aún en el vientre de su madre, su padre afirmaba convencido que el niño sería físico. Para lograrlo, le enseñó a cuestionar la ortodoxia y a preguntar en alto sus dudas. Su madre, por su parte, le transmitió su sentido del humor, y su alegría de vivir.

Y, el caso es que Feynman aprendió de ambos diligentemente. A los veinticuatro años era un doctor en Física por la Universidad de Princeton y fue seleccionado para el Proyecto Manhattan, que trataba de desarrollar una bomba atómica, en plena Segunda Guerra Mundial. Sus logros en Física son espectaculares y explican que obtuviera un Premio Nobel en 1965. La electrodinámica cuántica, la física de la superfluidez del helio líquido, un modelo de desintegración débil del neutrón, los famosos diagramas de Feynman que explican la relación entre las partículas subatómicas,  que son la base de la teoría de cuerdas y la teoría M, son solamente una muestra del nivel de sus investigaciones.

Son muy conocidas sus anécdotas. Como que, al estar las instalaciones del Proyecto Manhattan en Los Álamos completamente aisladas por motivos de seguridad, llegaba un momento en que el tedio invadía a los científicos, que no podían hacer nada en su tiempo de ocio. Richard se entretenía descifrando las claves para abrir las cajas fuertes donde se guardaban los documentos armamentísticos secretos para demostrar precisamente que la seguridad del centro era más que cuestionable.

También es conocida su afición por las artes. Durante una época se dedicó a pintar con seudónimo y llegó a exponer. También se aficionó a los bongos durante una estancia investigadora en Brasil. Tanto, que se fue a una escuela de samba a perfeccionar su habilidad con la frigideira. Sin duda era un científico fuera de todo molde.

Pero lo que más me seduce de la peculiar personalidad de Richard Feynman es su afán por explicar la ciencia de manera que se entendiera. En ese aspecto era el amo de la pista. No en vano le llamaban El Gran Explicador. Enseñó ciencia a su hijo imaginando diálogos entre hormigas y marcianos. Y era partidario de bajar a la ciencia del pedestal del lenguaje distante y alejado para que fuera accesible para más personas.  Su libro sobre nanotecnología Al fondo hay mucho sitio y sus apuntes sobre física cuántica así lo atestiguan. Para él, era una cuestión moral. Pero era consciente de lo excéntrico de esa creencia en el ambiente de la ciencia ortodoxa, y por eso llegó a afirmar que de haber escrito de manera más inteligible sus investigaciones no le habrían dado el Nobel.

No todo fueron luces en su vida. Su participación en el Proyecto Manhattan le pasó factura. Entró en el equipo convencido de que era imprescindible construir la ansiada bomba atómica antes que los nazis, como freno a lo que estos pudieran hacer con ella, pero cuando acabó la guerra y ya había desaparecido ese peligro, Feynman vio que el programa continuaba y, lo que es peor, fue testigo de las explosiones de Hiroshima y Nagasaki. Cayó en una depresión pero salió adelante investigando cuestiones de matemática pura que, sobre todo, le producían satisfacción intelectual a él.

La calidad de Feynman como científico la pone de manifiesto con afirmaciones como la siguiente:

Es en la admisión de la ignorancia y la admisión de la incertidumbre que existe una esperanza para el movimiento continuo de los seres humanos en una dirección que no consiguen estando confinados, bloqueados permanentemente, como lo han estado tantas veces en diferentes períodos de la historia del hombre.

Había ganado un Nobel y los premios más importantes. Y sin embargo, abogaba por la humildad intelectual como base de la posibilidad de progreso de la humanidad. Ese bloqueo permanente del que hablaba en la cita suele estar acompañado por el peor de los enemigos del científico: la autocomplacencia. Y, simultáneamente, de la mano de la humildad, camina ese empeño por presentar claramente y de forma cercana cualquier teoría por compleja que sea.

Una lección que pocos científicos de todas las ciencias han aprendido. Tal vez, el secreto esté en tomarlo como una responsabilidad, como una cuestión moral, y no como un medio de vender ideas.

Este artículo está dedicado a Carmen Pulín, que me recordó a Feynman en una conversación con el entusiasmo de quien disfruta de la vida con ojos nuevos cada día.



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