Jean-Daniel Colladon, de la luz, el camino y el conocimiento.

La transmisión de datos a través de la fibra óptica es uno de los avances de nuestros tiempos.

Mientras escribo, miles de millones de unos y ceros, en perfecto orden, viajan a gran velocidad por el camino de la luz encerrada en un cristal. La transmisión de datos a través de la fibra óptica es uno de los avances de nuestros tiempos, sin duda. Uno de esos de los que nos sentimos tan orgullosos y que tienen un origen humilde y bello.

Fue casi a mediados del siglo XIX cuando Daniel Colladon (1802-1893), ingeniero suizo, descubrió que, merced al fenómeno de la refracción, la luz proyectada sobre un chorrito de agua se unía al fluido y se hacía compañera de camino del líquido elemento. Gracias a esa afinidad en los caminos del agua y de la luz pasaban dos cosas muy llamativas: el agua se iluminaba y la luz doblaba las esquinas girando en su recorrido. El espectáculo de iluminar el agua de colores sigue llamando la atención de niños y curiosos a quienes cuesta distinguir si es el líquido el que marca la pauta o el la luz. Collandon, ya en 1841, sabía que era la luz la que, al cambiar de un medio como el aire a otro más denso como el agua, variaba su dirección permaneciendo en el más denso, y por eso, acompañaba en su viajar al agua, incluso cuando ésta giraba o caída desde una altura, como sucede en las fuentes.

Fue mucho después, avanzado el siglo XX, cuando se descubrió que la luz puede ser guía de la información digitalizada y se consiguió transmitir mediante un sofisticado camino de vidrio toda esa información que viajaba acomodada en los rayos de luz, como quien baja a Cádiz en el tren de alta velocidad. Y después de tantos siglos resulta que es verdad que la luz es el camino. La asociación con el significado místico de la frase no deja de hacerme sonreír aunque sea fruto de mi mente.

Pero Daniel Colladon hizo muchas más cosas. Aunque estudió Derecho, Física y Matemáticas, su vocación fue otra, hoy diríamos que es el prototipo de ingeniero público. Era una persona con una inquietud por la experimentación fuera de lo común. Siendo un veinteañero, se embarcó con su mejor amigo en la medición de la velocidad del sonido. Y como ginebrino, nada más fácil que irse al lago Lémans, subirse a dos barcas, situarse a una distancia determinada y contar los segundos que tardaba en llegar el sonido de una campana sumergida al receptor de ondas colocado en la otra barca. Al principio era el propio Daniel quien sumergía la cabeza y levantaba el brazo cuando oía la campanada pero el experimento fue evolucionando. Ese afán experimentador le llevó a grandes descubrimientos en fotometría, siendo el precursor del sonar, en el estudio de las granizadas y la electricidad atmosférica, la eficiencia de las máquinas de vapor en la navegación y la creación de compresores de aire. Fue discípulo de Ampère, Arago y de Fourier y recibió el premio de la Academia Francesa de Ciencias. Pero regresó a su Suiza natal para dar clase. El ambiente en París durante la monarquía de Luis Felipe de Orleáns no era el mejor para un chico de provincias, que era como se consideraba aunque Ginebra formara parte de la Confederación Helvética. Así que, abatido por la frustración de las expectativas no satisfechas volvió a su ciudad natal donde fue profesor durante veinte años y se encargó de alumbrar las calles de la ciudad mediante lámparas de gas.

Su sueño se convirtió en realidad el 25 de diciembre de 1844. No en vano, siguiendo la recomendación de su padre se casó con la heredera de una de las empresas gasísticas más importantes de Europa, Stéphanie-Andrienne Ador.



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