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cerrarLa secta socialista de Saint-Simon.
Los mejores ingenieros, banqueros, periodistas y políticos del último tercio del siglo XIX fueron saintsimonianos.
Claude Henri de Rouvroy (1760-1825), conde de Saint Simon, no fue lo que se dice un hombre de éxito en vida. Hijo menor de un conde, dedicó su tiempo y dinero a exponer y difundir su doctrina socialista sin obtener reconocimiento. Tras luchar a favor de Estados Unidos al lado de Lafayette en la Guerra de Independencia norteamericana y de beneficiarse de la venta de bienes de la Iglesia durante la Revolución Francesa, se casó sin amor, pero con sentido de la oportunidad, con una escritora que animaba sus reuniones y tenía muchos contactos. Para los científicos de principios del XIX, tener un buen “salón” era la mejor manera de difundir sus ideas y encontrar promotores. No funcionó. Tras el divorcio ella se casó con un barón del ejército ruso y él quedó arruinado.
A partir de 1817, Saint-Simon tuvo como secretario a Auguste Comte, fundador del positivismo y de la sociología. No deja de ser curioso que Comte le dejara en 1824 por los modos aristócratas de quien sería para algunos “el último gentilhomme y el primer socialista”.
Sus ideas abogaban por una sociedad progresista e industrial. Preconizaba el culto a la ciencia, en el más puro sentido religioso, como si Dios hubiese sido sustituido por la ley de la gravedad. Su idea de la sociedad mezclaba dos aspectos fundamentales: el concepto de red, tal y como en aquella época se entendía en biología o anatomía (el sistema nervioso, la circulación sanguínea…) y el impacto de la industrialización. No en vano había estudiado un curso de Física en la Escuela Politécnica de París y biología y fisiología en la Escuela de Medicina.
El progreso humano vendría de la mano de la industria y el Estado. Los hombres se asociarían en total igualdad, sin privilegios. Cada cual podrá subir en la escala social por sus méritos con tal de que su trabajo sirviera de algo y aportara algo a la sociedad.
Murió en 1825 pobre como las ratas. Su familia no fue al cementerio, donde se celebró una pequeña ceremonia civil en la que sus pocos pero acérrimos seguidores (Enfantin, Comte y Olinde Rodrigues entre otros) pronunciaron discursos en su honor.
Estos mismos discípulos fundaron, siguiendo la senda del maestro, una secta, la de los saintsimonianos, de corta vida. A pesar de su trayectoria tan limitada en el tiempo, el alcance del saintsimonismo fue inusitado: el ministro de finanzas Michel Chevalier, el propio emperador Louis Napoleón Bonaparte, los anarquistas colectivistas Fourier y Proudhon, los hermanos y banqueros Perèire entre otros sucumbieron a la influencia de esta nueva doctrina que idealmente llevaría al hombre a su plena realización.
Nunca imaginó Saint-Simon que llegaría a montarse una iglesia en su nombre. Fueron Enfantin y Bazard a propuesta de Rodrigues quienes, el día de Navidad de 1829, en el piso de la calle Monsigny de París, fueron designados como “Padres Supremos, tabernáculos de la Ley suprema”. En esta época de la calle Monsigny la secta alcanzó cierto renombre dentro y fuera de las fronteras de Francia. Pero las cosas se salieron de madre.
Los seguidores de Saint-Simon se decidieron a llevar hasta las últimas consecuencias las ideas del “maestro” y establecieron la secta en Ménilmontant, antes pueblo cercano a París y ahora barrio integrado en la capital de Francia. Vestidos con un hábito o uniforme, compuesto por pantalón blanco, camisa interior blanca con ribete rojo y chaqueta de trabajo azul, se llamaban “hermanos” entre ellos y ponían en práctica las ideas saintsimonianas. Cada día estudiaban astronomía, geología, física, música y geografía con el maestro “padre Enfantin”. Dos veces en semana abrían las puertas de la finca al púbico para que se contagiaran del fervor socialista. Llegaron a visitarla diez mil franceses en un domingo. El misterio de sus rituales y su fama de excéntricos (ganada a pulso) despertaba la curiosidad de los paisanos.
Por descontado, las autoridades francesas, en esos años de revueltas, revoluciones y bullicio ideológico, estaban deseosos de encontrar una razón para desmontar aquella extraña comunidad.
La excusa la encontraron en la defensa del feminismo de esta secta. No solamente vivían en igualdad de condiciones con las mujeres en Ménilmontant sino que además defendían la igualdad de derechos civiles y la libertad sexual de la mujer. La asociación de la idea de mujer libre a mujer pública fue lo que llevó al comisario de Belleville, llamado Maigret, como el famoso comisario de novela negra, a irrumpir en Ménilmontant con cien soldados y detener a cuatro cabecillas en 1832.
Ahí acabó la aventura, pero no el influjo de Saint-Simon. Los mejores ingenieros, banqueros, periodistas y políticos del último tercio del siglo XIX fueron saintsimonianos. La primer mujer que obtuvo el bachillerato en Francia, lo consiguió en 1861 gracias al apoyo de ellos.
A pesar de luchar contra el individualismo ideológico, su búsqueda individual les permitió encumbrarse en puestos de relevancia y fomentar las grandes infraestructuras públicas internacionales, financiadas por una potente banca y alimentadas por el mercado libre, como el Canal de Suez, o el sueño de Michel Chevalier: el ferrocarril transeuropeo. Fue, probablemente, el origen del socialismo mercantilista que domina la Europa actual, inviable sin iniciativa individual, como la que llevó a sus fundadores a establecerse en Ménilmontant o a ayudar a una periodista económica a estudiar bachillerato.