Un lujo.

Que no suene el despertador, que entre una brisa fresca por la ventana y mueva ligeramente la cortina, que el olor a café recién hecho inunde la casa, que suene la música, que brille el sol, amanecer...

Mientras remoloneaba entre las sábanas un domingo de buena mañana y de fin de verano pensaba en todos esos pequeños lujos de los que no siempre podía disfrutar, pequeños placeres que hacían la vida más bella, más sugerente, más atractiva, más deseable… más vivible.

Claro que aquel día no sonaba la música, tampoco olía café recién hecho, ni tan siquiera se colaban por la rendija de la ventana los sugerentes olores del obrador cuyos hornos trabajaban a toda potencia desde bien entrada la madrugada en los bajos del hotel… y es que no estaba en casa y eso fue lo primero que lamentó ¿qué carajo hacía ella un domingo a tomar vientos de su Retiro y su Ribera del Manzanares? Trabajar, se dijo, ¡bendito trabajo! (a veces, añadió para sí, incluso un lujo…).

Disfrutó del desayuno de hotel, que no era ni el peor ni el mejor que recordaba, y salió a la calle con la intención de llegar caminando al lugar de la reunión; era un paseo corto que sabía que en su caso se haría más largo, ya fuese por su manía de entretenerse mirando a las gentes que iban y venían, como por su hábito de perderse siempre que se movía por lugares que le eran ajenos (una tara personal como otra cualquiera). Sucedió lo uno y lo otro, como cabía esperar.

Hacía frío y chispeaba ¿lluvia otoñal en septiembre? Sabía que ocurriría, ocurría siempre que ponía rumbo al norte acercándose a un otoño que, a su pesar, ya corría a su encuentro, aunque no por previsto le pareció más agradable, anglófila sí, pensó, pero tal vez no tanto Con todo, Cobh le parecía un pueblo encantador, animado, entretenido, Queenstown para la Reina Victoria , la última mirada a tierra del Titanic… La verdad es que era un pueblo de lujo, no porque vivir allí fuera un lujo (aunque si trabajabas en Cork tal vez lo fuera, lujo del bueno), sino porque tenía todo el encanto que puede pedirse a un pueblo costero y vivo lejos del Mediterráneo.

Y para ella tenía algo más, un pedazo de la historia del lujo, el trozo más terrible, todo había que decirlo, porque allí se contaban mil y un relatos del Titanic o tal vez menos, pero sí tantos como pasajeros subieron en pequeños botes para embarcar en el emblemático crucero saludando afanosamente a quienes se morían de envidia con ambos pies plantados en tierra. Claro que entonces no sabían que el lujo de quienes partían sería efímero y el suyo… seguir vivos.

A mediodía el sol amagó con asomarse entre las nubes y ella hizo como que se creía el amago, caminó de nuevo por las calles, esta vez sin rumbo conocido e ignoró la llovizna que volvía a caer suave y melancólicamente mientras pensaba en el lujo del Titanic o en el de un Lamborghini… y en el lujo de no morir por poseerlos y ser capaz de disfrutarlos desde cierta distancia de seguridad; así la envidia no la alcanzaba y se ahorraba el despertar del odio que sienten quienes, para acallar la envidia que los corree, atacan al objeto que la provoca o a quien lo posee como si el lujo fuese un defecto, uno peor que la propia envidia y la soberbia, peor incluso que dejarse arrasar por el odio.



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La versión más personal de todos nosotros, los que hacemos Loff.it. Hallazgos que nos gustan, nos inquietan, nos llenan, nos tocan y que queremos comentar contigo. Te los contamos de una forma distinta, próxima, como si estuviéramos sentados a una mesa tomando un café contigo.

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