¡Tú no mandas!
Érase una vez la historia de un ¡tú no mandas! escuchado en el cuarto de juegos de los niños (el equivalente al Congreso de los Diputados de los mayores...).
El grito de ¡tú no mandas! marcó el punto, instante y momento en el que decidió dejar de hacer oídos sordos a las voces que llegaban del cuarto de juegos de los niños; se levantó del sofá no sin cierta resignación y se encaminó a la habitación maldita para tratar de averiguar qué les ocurría aquella tarde a su par de retoños porque estaban irascibles hasta rozar lo insoportable.
Al abrir la puerta de la habitación y ver el dantesco espectáculo que la decoraba, una oleada casi incontenible de ira surgió del fondo de su estómago, de la víscera, y la recorrió entera de tal modo que incluso sintió que le salía humo por las orejas pero, a ojos de sus hijos, no se inmutó, se quedó en la puerta en absoluto silencio recorriendo la habitación con los ojos y sin apenas respirar.
La habitación estaba, literalmente, manga por hombro, no había ni un sólo juguete en su lugar, las cajas en las que se recogían las piezas de Lego estaban vacías, las estanterías de los cuentos también, los libros estaban tirados por el suelo y sería de todo punto imposible separar las piezas de Lego para que cada una volviera a su caja y no a la de la construcción vecina; había coches boca arriba y boca abajo, algunos sin ruedas, otros totalmente hechos pedazos, los muñecos de Playmobil se mezclaban con las piezas de Lego y también con las de algún puzzle, las cartas del ‘Dixit’ estaban tiradas por la alfombra, mezcladas incluso con las del ‘Trivial’, los oros de la baraja española con las picas de la baraja del juego de magia… nada, absolutamente nada estaba en su lugar y nada, absolutamente nada estaba en buen estado, ni tan siquiera sus hijos.
El mayor estaba de rodillas sobre la cama, rojo como una granada y con los puños apretados, el pequeño de pie en la alfombra con la barbilla erguida y el ‘¡tú no mandas!‘ todavía pintado en los labios.
Cuando ella abrió la puerta se hizo el silencio, un silencio que duró todavía unos segundos más después de que preguntó ‘¿puede alguien explicarme qué está pasando aquí?‘.
En el momento que el menor de sus hijos comenzó a tratar de explicarse saltó el mayor como un resorte y los gritos de ambos hicieron imposible entender una palabra de lo que decían, ella los observaba con atención, conteniendo las ganas de dar el grito definitivo e imponerse como hacía su padre cuando era ella con su hermana quien montaba el cisco en la habitación de juegos… claro que de aquello hacía mucho tiempo y ella se había jurado no rendirse nunca a la frase de su abuelo que su padre repetía una y otra vez cuando ella era niña ‘merecemos otro Franco, merecéis otro Franco‘.
No pensaba que sus hijos merecieran otro Franco y mucho menos tenía intención de serlo ella pero en tardes como aquella en las que el sentido común y la inteligencia parecían haber saltado por la ventana del cuarto de los niños dejándolos convertidos en animales salvajes algo habría que hacer. ¿Hablar con ellos? ¿dialogar? sin duda… pero sólo cuando la inteligencia y el sentido común entraran de nuevo por la ventana, nunca antes porque eso sería como tratar de razonar con un león hambriento para que no te coma ¿y qué hacer mientras se les bajaban los humos a sus retoños desquiciados? eso sí lo tenía claro.
Queridos, dijo sin levantar la voz… y ambos se callaron al unísono porque si algo conocían bien eran los cabreos contenidos de su madre: no quiero oir una palabra de vuestra boca, no todavía. Lo que vais a hacer es recoger esta habitación, tenéis una hora para que vuelva a parecer un lugar presentable: tú, dijo señalando al mayor, ocúpate de los libros, los puzzles y los juegos, y tú, señaló entonces al pequeño, ocúpate de las piezas de Lego y los coches.
Se dio medida vuelta y salió de la habitación pero llegó a sus oídos la frase que el pequeño de sus hijos espetó al mayor por lo bajo, tratando de tirar la piedra y esconder la mano ¿ves? ¡tú no mandas! … Se dio media vuelta y desde la misma puerta y mirando primero a su hijo mayor le dijo: cierto, tú no mandas; luego miró al pequeño y añadió, tú tampoco. Aquí no manda nadie, en esta casa no se vive bajo ningún mandato, se vive en el respeto a uno mismo y a los demás, vuestros gritos y vuestro desorden es una falta de respeto a vosotros mismos y vuestro padre y a mi y por eso ahora lo os toca es recuperar ese respeto recogiendo todo lo que habéis desordenado y haciéndolo uno en compañía del otro sin que salga de esta habitación ni una palabra más alta que otra.
¿Qué les ha pasado? preguntó el padre cuando la vio entrar de nuevo en el salón; ella sonrió ya más relajada tras haber intervenido en el suceso de la habitación de juegos, les pasa lo que a todos, que es más fácil hacer lo que quieres y que el resto te siga el juego que convivir respetando la libertad de los demás, se la han ‘jugado’ ambos al ‘aquí mando yo’ y la verdad es que hemos tenido suerte porque ninguno de los dos se ha dejado mandar… Él sonrió también y resumió, entonces el respeto a uno mismo y la libertad de pensar lo que quieran lo tienen claro pero eso de no poder imponer sus ideas a los demás nos toca trabajarlo ¿no?. Ella se encogió ligeramente de hombros, supongo que en cierto modo sí… aunque creo que es más bien cosa de hacerles entender el valor de la diferencia, de ser diferentes, no tenemos que pensar igual ni ser iguales para llevarnos bien, sólo tenemos que aprender a respetarnos.