Torrijas.
Érase una vez la historia de una mujer que no sabía hacer torrijas y una vecina de 'oscuras' intenciones...
La Navidad, el carnaval, la Semana Santa, el largo y cálido verano… pensó en cuánto le habían gustado siempre las fiestas, los puentes y los fines de semana, en cuánto tenían de vacaciones, de ocio, de alegría y en cómo, con el paso del tiempo, sólo los días de verano conservaban aquel encanto especial; por lo demás, las fechas señaladas eran sólo eso, días marcados en un calendario que se repetían a cada giro completo de la tierra alrededor del sol.
Aun así trataba de ‘portarse bien‘, de acoger las celebraciones con el mínimo de alegría exigible y de dar a las tradiciones su debido cumplimiento, por eso aquel domingo estaba peleándose con la leche y los huevos, el pan del día anterior, la canela y el anís. Y todo para hacer unas torrijas que llevaría a su octogenaria vecina para alegrarle así la tarde y endulzarle el gusto. Sonrió al pensar que no tenía claro si su acción de penitencia era preparar las dichosas torrijas o pasar una hora con su iracunda vecina, le tenía aprecio y sabía biene que el cariño era mutuo pero eso no aliviaba el mal carácter de la buena mujer, es más, con el paso de los años parecía ir agriándosele más y más…
Que si veía menos que Pepe Leches, que si la cadera le bailaba más de la cuenta, que si tenía dos arrugas más en las mejillas o una mancha menos en el mentón, que si la primavera ya no era lo que fue, que en sus tiempos sí que… y aun a pesar de todas sus quejas y lamentos, husmeaba tras el visillo viendo el ir y venir los vecinos y sabía de sus vidas más de lo que ellos nunca podrían imaginar, salía cada mañana al mercado sin ayudarse siquiera de un bastón y cocinaba todavía con cierto arte. Por supuesto sus torrijas no serían ni por asomo como las que la octogenaria preparaba cuando todavía no le temblaban las manos, pero sabía que no quedaría ni una en el plato.
Claro que nada de todo aquello sería tan pesado como el sermón que le caería, por enésima vez, acerca de su modo de vida… a su edad ¡soltera! ¡sin hijos! ¡qué barbaridad!. Y no se contentaría con explayarse acerca de como hacían cola los pretendientes ante la puerta de sus padres y no porque fuera guapa (cosa que no hacía falta que jurara) sino porque sabía coquetear con los hombres, cosa de la que ella no tenía noción alguna (en este punto no tenía más remedio que darle la razón, claro que se abstendría de decirle que le importaban un bledo los hombres, así, en general, como conjunto de seres humanos); empezaría entonces a hablarle de la vida y milagros de los vecinos que había descubierto tras el visillo de su ventana, deteniéndose especialmente en los solteros y divorciados… Ella sonreiría, pondría cara de sorpresa e incluso interés y animaría a la buena mujer a comerse otra torrija con el fin de detener su perorata por un momento.
Y en un de esos recesos aprovecharía para pedirle le hablara de aquel militar guapo cuya foto guardaba en el cajón de la cómoda porque así viajaban juntas en el tiempo a otro Madrid y a otras gentes, a otra vida… como sólo se viaja a través de las historias y los relatos tanto si se cuentan de viva voz como si leen en los libros.
Después de quemar las primeras dos torrijas que fueron a la sartén y de comprobar que se había quedado corta de azúcar en las restantes decidió visitar el obrador que había tres calles más allá de la suya, uno al que la octogenaria no iba nunca porque lo consideraba demasiado moderno, compró allí las torrijas y, de vuelta a casa, las colocó en una fuente de su vajilla (sólo le faltaba tener que reconocer ante la buena mujer que era ella un desastre en la cocina…. claro que a sus ojos eso probablemente explicara muchas cosas).
Se sorprendió al ver que la mujer la recibía con una enorme sonrisa y se dio cuenta de que la esperaba, vio también como de la sonrisa inicial la mujer pasaba a poner una mueca de cierto reproche mientras la miraba de arriba abajo, seguro que le reprochaba la elección de los vaqueros frente a una bonita falda, la ausencia de maquillaje y el pelo recogido en una coleta pero un domingo por la tarde, para visitar a una vecina octogenaria, no estaba dispuesta a más.
Iba ya camino de la salita de estar con su fuente de torrijas en la mano cuando la octogenaria la invitó a dirigirse al salón, una gran habitación cuidadosamente decorada, llena de fotos y recuerdos, que solía estar cerrada; al cruzar la puerta se dio cuenta de que la chimenea estaba encendida, lo que le extrañó porque la octogenaria jamás se enredaba sola con la leña y el fuego, oyó un ‘buenas tardes‘ y giró sobre sus talones para encontrarse con un rostro muy parecido, terriblemente parecido de hecho, al del joven militar de la foto de la cómoda de aquella mujer…
Siempre la había amenazado con presentarle al nieto de aquel militar de sus recuerdos pero jamás pensó que lo haría, de hecho siempre había dudado de la existencia de aquel hombre y ahora lo tenía frente a sus narices. Miró a la mujer que sonreía triunfante, recordó su cara lavada y su pelo recogido y, aunque respondió con amabilidad, lamentó darse cuenta de que, después de todo, aquel podía haber sido un gran día.
La vida es como una caja de bombones, recordó, nunca sabes lo que te va a tocar… ni con quién te vas a encontrar.