Tesoro.
Érase una vez la historia de un niño que encontró un tesoro y comenzó a excavar sin descanso para desenterrarlo mientras soñaba con las grandes cosas que haría con él sin darse cuenta de que cuanto más excavaba más se hundían sus sueños...
El pequeño Rodrigo pasaba los veranos en una antigua casa solariega de la campiña castellana, con sus abuelos, sus padres iban y venían a la ciudad por cosas de trabajo pero él no salía del pueblo en todo el verano y no se quejaba, le gustaba recorrer la vieja casa, sentarse en el patio con su abuelo y escuchar las viejas historias que le contaba y sobre todo le encantaba que le dejaran moverse a sus anchas por el pueblo, sólo en el triángulo que formaban la casa, el río y la plaza del consistorio pero eso para él eran ya importantes aires de libertad, en Madrid apenas si podía ir solo a por el pan y porque la panadería estaba en los bajos de su urbanización, sino probablemente ni eso.
La casa tenía una pequeña biblioteca llena de libros viejos, decía su abuelo, pero su padre siempre comentaba que habría que mirar con detalle lo que allí había, tal vez hubiese algo de valor… Y con esa idea en la cabeza Rodrigo comenzó a pasar parte de las mañana revolviendo entre los libros viejos de la biblioteca hasta que un buen día… ¡encontró un mapa!.
Era lunes, sus padres no vendrían hasta el fin de semana y su abuelo reía ante la idea del pequeño Rodrigo: ¡podía ser un mapa del tesoro como el de la isla del tesoro! (pero sin isla, añadía en voz baja); el caso es que aquella tarde a la hora de la siesta, mientras todos dormitaban bajo la higuera, la abuela de Rodrigo cogió el viejo mapa y pasó un rato observándolo.
La abuela les ofreció queso fresco y pan de nueces para merendar y, mientras degustaban aquel pequeño manjar, les contó que, si bien era una tontería aquello del tesoro, lo cierto es que el mapa sí era del pueblo… Rodrigo, callado como un muerto en un extremo de la mesa, escuchó sin perder detalle la discusión de sus abuelos acerca de lo que indicaba aquel mapa, que si ésto es la iglesia, que si esto de aquí la casa del cura, que si aquello era el río o no lo era porque el puente no estaba dibujado… y así durante largo rato.
Al día siguiente Rodrigo cogió el mapa y salió corriendo de casa nada más desayunar ¿qué no era un mapa del tesoro? ja! él estaba seguro de que sí lo era y, tras escuchar a sus abuelos el día antes, sabía dónde estaba, en el huerto del cura, junto al río.
Llegó con su mapa al lugar donde se suponía que estaba aquella X que para sus abuelos no era nada y para él todo un tesoro, se puso a dar vueltas por el huerto y vio la cabaña que ya amenazaba ruina. Fue entonces cuando recordó la pequeña cruz que su padre tenía siempre en una bandeja sobre la mesa de su despacho, decía que le daba suerte porque la había encontrado en el pueblo, junto a un ciprés en el huerto del cura.
Rodrigo buscó el ciprés y lo vio junto a la vieja cabaña, decidió colarse dentro por el hueco que fuera un día una ventana; esperó a que sus ojos se acostumbraran a la penumbra de aquel lugar y comenzó a bucar por el suelo algo así como una trampilla, un madero mal colocado… finalmente elegió el sitio, levantó un par de tablas y comenzó a cavar y cavar… al rato, para su alegría y sorpresa, encontró una pequeña cadena ¡seguro que era de oro!, la sacó de la tierra y la colocó junto a los maderos que había retirado antes de seguir cavando y cavando para tratar de encontrar el resto del tesoro que, estaba seguro, alguien había escondido allí.
Encontró alguna pequeña pieza más, aunque no sabía si era oro, plata o sólo un metal sin importancia, pero siguió cavando hasta que comenzó a resultarle muy trabajoso salir del hoyo que estaba excavando bajo sus pies, entonces decidió que, para ahorrar energía, no saldría del agujero para sacar cada cosita que encontrara, se la echaría al bolsillo y seguiría excavando…
Mientras cavaba pensaba en lo que podría hacer con aquel tesoro, tal vez se lo llevarían a un museo y el se convertiría en un famoso buscador de tesoros ¡incluso saldría por televisión!, seguro que en el cole dejaban de llamarle bolinche por lo abultado de su barriga o Cid de tres al cuarto ridiculizándolo por su nombre…
Se acercaba la hora de comer y sus abuelos comenzaban a preocuparse, nadie había visto al pequeño Rodrigo y por más que lo llamban a voces por las huertas y el centro del pueblo, el niño no respondía; Rodrigo seguía cavando y, en el fondo de su hoyo, no podía oir nada más que su propia respiración.
Comenzó a sentir punzadas de hambre y, aunque no sabía qué hora era, pensó que tal vez fuera hora de comer y, por primera vez desde que había decidido concentrarse en cavar sin salir del hoyo a poner a buen recaudo sus pequeñas alhajas, miró hacia arriba; sonrió orgulloso al ver lo hondo que había cavado y se sintió animado y feliz ¡seguro que estaba ya muy cerca del tesoro!.
Trató de salir del agujero escalando por las paredes de tierra pero no podía, sus manos se clavaban en la tierra pero, con la misma facilidad que había retirado la tierra lanzándola fuera del hoyo, la paredes se deshacían y acababan hundiendo sus pies en la tierra; comenzó a asustarse y dejó de tratar de salir del hoyo, gritó por si alguien hubiese salido a pasear y pudiera oirle pero enseguida se dio cuenta de que su voz apenas retumbaba en el agujero sin salir de él, mucho menos saldría de la vieja cabaña.
Sintió como le caían lágrimas por la cara y las dejó correr, entonces le pareció una broma aquello del bolinche o el Cid de tres al cuarto… Se sentó y sacó de sus bolsillos las pequeñas piezas rotas que había encontrado, una cruz como la que tenía su padre, una cadena, una pequeña medalla, alguna moneda… se secó las lágrimas y las tiró con rabia al suelo ¿de qué le servirían en el fondo de aquel hoyo? recordó el día que le preguntó a su padre como se construían los rascacielos, su padre, arquitecto de profesión, le explicó que primero había que cavar un hoyo profundo para hacer unos buenos cimientos pero sólo para eso, al cielo se llegaba levantando una torre, no cavando en su suelo… y el debía estar ya bajo los cimientos de aquella vieja cabaña que era tan pequeña que ni llegaba a la altura del ciprés.
Rodrigo comenzó a sentir frío y en su hoyo cada vez estaba más oscuro, empezó a pensar que podían aparecer arañas y otros bichos y se hizo una bola abrazado a sus piernas sin poder dejar de llorar; el pequeño no sabía que caía ya la tarde y que en el pueblo se habían organizado batidas para buscarlo, sus padres ya habían llegado de la ciudad y la policía seguía hablando con sus abuelos y con el resto de vecinos por si alguien lo hubiera visto o le hubieran oído decir algo que sirviese de pista para encontrarlo.
Fue la abuela quien recordó el mapa, quien lo buscó por la casa y no lo encontró y quien se sentó en la mesa de la cocina a tratar de dibujarlo… la cabaña del huerto del cura, dijo el padre de Rodrigo mirando el dibujo que su madre trataba de hacer, si eso es la iglesia y eso el río, eso es el huerto del cura… salió corriendo de la casa hacia aquella zona para tratar de llegar antes de que oscureciera del todo.
Rodrigo, muerto de hambre, de frío y de miedo, lloraba en brazos de su padre cuando, con ayuda de una cuerda, habían conseguido al fin sacarlo del fondo de aquel agujero; el pequeño trataba de explicarse y a su padre le bastaron aquellas enredadas palabras par entender lo que había ocurrido; abrazó al pequeño con fuerza mientras esperaban a la ambulancia que lo llevaría al hospital para asegurarse de que estaba bien y le susurró un secreto al oído:
Rodri, le dijo, cavar unos buenos cimientos es muy importante para construir una torre alta y segura pero no olvides nunca que si cavas en los cimientos de cualquier edificio, no lo harás más seguro, al revés, lo harás tambalearse y tal vez incluso caer… Lo abrazó de nuevo con tanta fuerza que el pequeño apenas podía respirar, miró hacia la vieja cabaña, si lo poco que quedaba de ella en pie hubiese caído sobre el agujero tal vez nunca lo hubiesen encontrado…