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cerrarTempestades.
El mundo se iba haciendo más oscuro, más duro, más feo... era tiempo de tempestades. Era invierno. Era infierno.
Quien siembra vientos recoge tempestades, le repetían de niña una y otra vez… pero ella insistía en su cultivo porque sus vientos eran solo pequeñas brisas y ni dedicándoles plantaciones enteras se convertían en tempestades, no llegaban a dana, ni tan siquiera a tormenta.
Pero el tiempo fue pasando y la rabia y el odio que alentaba sus brisas le nublaba ya la vista y el entendimiento, vivía envuelta en bruma, una bruma densa sobre la que dibujaba el mundo que sus brisas le susurraban al oido; y así, al hacerse más grande, más fuerte y más ciega, sembró más campos de brisas, brisas que ya eran vientos, vientos que crecían y crecían, que recorrían el mundo y no dejaban nada tras ellos, nada quedaba a su paso, por donde pasaban, como allá por donde cruzaba Atila, la hierba no volvía a crecer.
Las suyas eran brisas soberbias y elegantes que lucían su fuerza sobre la bruma que la envolvía sin moverle un pelo de la cabeza, eran parte del cuadro que soñaba cada noche y pintaba cada día sin alcanzar a ver lo que la bruma le ocultaba, la realidad revuelta, alterada e indomable que crecía en los bordes de sus campos de brisas.
Una tarde decidió sentarse en un banco sobre un acantilado, decían que era el banco con las mejores vistas del mundo y hasta allá se fue para tratar de disfrutar de aquella belleza… pero la bruma que la envolvía no se apartaba jamás de sus ojos, de su mente y también allí, en el banco con las vistas más bellas del mundo, tenía que conformarse con imaginarlas, con pintar un cuadro hermoso ante sus ojos y creer que era aquello y no otra cosa lo que estaba viendo, y lo creía, lo creía mientras en realidad no veía nada…
Y como no veía nada no vio venir las tempestades que se habían formado en el mar, más allá de sus campos de brisas, tempestades que se llevaron la bruma y las brisas, que arrasaron los campos y la vida, que desnudaron la realidad ante sus ojos, que la desnudaron a ella a ojos del mundo… Y lloró.
Lloró porque ni entonces, sin bruma que nublara su vista y ante la innegable realidad de sus errores, lograba entender aquello que le decían de niña: quien siembra vientos recoge tempestadas; fueron entonces sus lágrimas las que le nublaron la vista y hasta el entendimiento y lamentó a voz en grito la violencia que había alentado pero no había arrepentimiento en sus palabras, había sólo indignación por recibir el trato antes infligido…
Y así, rotas las mínimas normas de respeto, el mundo se fue haciendo más oscuro, más duro, más feo… el miedo fue anidando en los corazones humanos que buscaban refugio en un bando o en el otro mientras el del respeto, la cordura y el sentido común quedaba desierto porque, a falta de la calidez de las arengas y la propaganda, el bando de la libertad era siempre el más frío; pocos sabían que era también el único en el que merecía la pena militar.