Sola.

Érase una vez la histoira de una mujer que quería pasar la Navidad sola y bien acompañada.

Estaba sola. Y le importaba un bledo. Es más, no entendía la preocupación interplanetaria que dominaba a su familia entera, de su hermana a su prima segunda, la de Cuenca, porque estaba sola. Que era Navidad, decían. Y ella reía. ¿Se puede estar solo a 25 de julio pero no a 25 de diciembre? Y además ¿qué era estar solo?. Se daba perfecta cuenta de que el problema no era la soledad sino el propio sentido de la vida y del tiempo. Y el suyo era muy diferente al de su hermana, y no digamos ya al de su prima segunda, la de Cuenca, que por no estar sola iba por el tercer marido y el cuarto hijo. Le parecía mucho más preocupante el cuadrante de Navidad de ella que el suyo, el suyo eran sencillo, sí, y rico a rabiar en todos y cada uno de los sentidos que importaban.

Su hermana no comprendía su gusto por la soledad porque amaba el ruido por encima de todas las cosas, no podía estar en casa sin que sonara la cadena de música, la radio o la televisión, le gustaba la jarana más que a un tonto un lápiz y la charla tanto como a su prima segunda, la de Cuenca; a ella en cambio el ruido le provocaba dolor de cabeza, para ella los niños dando voces y montando bronca en el salón con los dibujos a todo trapo en la tele no eran sinónimo de vida y alegría sino de migraña y no era que no le gustaran los niños, pero le gustaban más cuando leían un cuento o jugaban con las piezas de construcción más que cuando hacían de la guerra de guerrillas su juego predilecto.

¿La conversación? En eso coincidían… un rato; cuando cada Puente de Diciembre se escapaban a Cuenca para celebrar su día de chicas anual siempre ocurría lo mismo: la mañana era sorprendente porque siempre había alguna novedad que compartir, la sobremesa era divertida porque el gin tonic del postre les soltaba la lengua pero a media tarde ella siempre las miraba, a su hermana y a su prima, y se preguntaba ¿cómo puede ser que no sepan ver cuando una conversación no da para más? Y si la cosa llegaba a lo límites y estilos de la prensa amarilla… Se daba al carajillo.

No. No le importaba estar sola y le daba igual si era en Navidad, en Semana Santa o en cualquier otra fiesta de guardar porque, en realidad, no estaba sola; aquella Navidad había decidio pasarla con Dickens, hacía décadas que no leía su cuento de Navidad y, tras haberlo comprado para que sirviera de regalo de reyes a su sobrina pequeña, había sentido ganas de vérselas de nuevo con el señor Scrooge y sus fantasmas. Comería pavo con guarnición, que una cosa era pasar sola la Navidad y otra bien distinta privarse de tal manjar y, por supuesto, reservaría un trozo de turrón para el postre. ¿La tarde? Probablemente saldría a dar un paseo, bien abrigada eso sí, porque las luces de Navidad brillan de otro modo el día 25, no volvería tarde a casa y se permitiría un chocolate caliente antes de volverá acomodarse en su rincón de leer, junto a la librería…

Sonrió al pensar en sus tranquilos y placenteros planes de Navidad y miró hacia su librería, que no era tan grande como le gustaría pero que se complementaba muy bien con el mundo de libros digitales que guardaba en su ebook. Necesitaría tres vidas para leerlo todo. Y no las tenía. No, el problema no era estar solo, el problema era no saber acompañarse… O no querer hacerlo.



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