Septiembre.

Septiembre siempre olía al azufre del infernal invierno... pero nunca tanto ni tan pronto como aquel año.

Septiembre era el mes más feo del año. De niña era el de la vuelta al cole y al uniforme, de no tan niña el de la vuelta a los exámenes y, superada la época de estudios, el de la vuelta al trabajo. Era además un mes engañoso, tan falso como la primavera pero incluso peor porque entre los días locos de temperaturas que suben y bajan y lluvias que van y vienen, la primavera encerraba una promesa de verano mientras que septiembre… septiembre era el mes a las puertas del infierno. O del invierno, como se lo conoce popularmente.

Y aun estando ya más que acostumbrada al olor azufre del mes de septiembre, aquellos últimos días de agosto se volvían a cada hora más angustiosos; siempre había prestado oídos sordos a los agoreros de la última crisis pero en aquella ocasión no había tapones que acallaran el ruido y le permitieran abrazar el silencio, sonaban tambores de guerra y miedo, un sonido que siempre acababa acompañándose de desesperación y locura.

¿Qué hacer ante tan terribles augurios? ¿Ante tantas señales que la obligaban a creer que, al menos en buena parte, esta vez sí los augurios se verían convertidos en realidad? Anticipar la desesperación no era una buena idea porque lo único que lograría con ella es llegar a la locura más rápido y hacerla incluso irreversible porque el camino a la locura sólo puede recorrerse en sus primeros tramos, si se continúa por él demasiado tiempo resulta imposible volver a la cordura.

No desesperaría. Esperaría. Y no lo haría mordiéndose las uñas sino a martillo pilón, como siempre, dedicando su tiempo y sus sueños a lado bello y útil de la vida para que su alma y su espíritu estuvieran cargados de buenas sensaciones si la jodida vida le mostraba, otra vez, su peor cara; lo había hecho en no pocas ocasiones a lo largo de los últimos años y siempre había vencido a la desesperación y ahuyentado la locura. Volvería a convencerse de que podía hacerlo. Y, tal vez, volvería a hacerlo.

Se puede no ver la realidad, no mirarla, no entenderla, conformarse con los cuadros bellos que pintan algunos, creerlos con la misma fe que se cree en Dios y en el infierno… pero lo que no se puede hacer nunca, jamás, es evitar las consecuencias de haber obviado la realidad porque la realidad es como la verdad, siempre se impone; pensaba en Ayn Rand y aquel aviso a navegantes que dejara escrito, se lo guardó para sí porque siempre tendría una posibilidad más de surfear el tsunami si sabía que venía y se preparaba para recibirlo que si hacía como si el peligro no fuese inminente.

Claro que era domingo. Era un día de fiesta. Fiesta de guardar. El último domingo de agosto nada menos. A las puertas estaba septiembre con su infierno. Se prometió no regalar ni una hora más de agosto al invierno de septiembre, se rió de sí misma y su gusto por no engañarse obviando el hecho cierto de que, si bien hacía calor, el cielo se había encapotado, se puso un vestido ligero y salió a pasear como si todavía fuese verano, como si no oyese los tambores de guerra, como si septiembre fuera solo un mal augurio, como si agosto fuera eterno y jamás amenazara tormenta…



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