Rosas.

Érase una vez la historia de la traición de una flor y un color, la rosa y el rosa... también lo rosa.

Aunque nunca había sido su flor favorita, no podía negar que hubo un tiempo en el que le habían gustado las rosas, especialmente cuando había descubierto que las había de mil colores y no solo rojas o rosas; prefería las calas, especialmente las color mango, pero no podía negar que sentir el aroma de las rosas al pasear por una rosaleda, o cuando lo embotellaban los perfumistas más reputados, era una experiencia realmente reconfortante.

Además ella también se había enamorado de la rosa del Principito la primera vez que había leído a Antoine de Saint-Exupéry y todas y cada una de las veces que lo había releído… Ciertamente era un poco obsesiva, no era la persona que más libros había leído del mundo pero estaba segura de ocupar un lugar destacado en el ránking de las personas que más veces habían releído los mismos libros.

Novela rosa no. Le sucedía con este género lo que a George Eliot, eso de pasar el rato leyendo las novelas tontas de ciertas damas novelistas (porque la novela rosa sino siempre casi siempre la escriben ellas…) no le iba demasiado, prefería los dramas históricos o los grandes novelones costumbristas que ciertamente también estaban tiznados de historias rosas pero solo a ratos y no siempre acababan como acaban las novelas rosas…

Luego estaban las novelas confusas, obras que eran la antítesis de lo rosa y llevaban la rosa en el nombre, cosas de Umberto Eco y su sesudo estudio acerca de la palabra rosa, tan cargada de significados y usos que acababa por estar vacía de todos ellos y servía de comodín para meterte en una historia oscura y magnífica, magníficamente oscura que se parecía al mundo rosa lo que el queso a la manteca.

¿El color rosa? ¡horror! pero no era culpa del color en sí sino del hecho de que aquel color había sido una constante en su infancia, de sus vestuario a su dormitorio ¿cómo rebelarse en la adolescencia como corresponde hacerlo? más concretamente ¿contra qué rebelarse además de hacerlo contra la autoridad doméstica? su batalla contra el rosa había sido épica, casi mítica; primero lo desterró de su armario, después de su dormitorio y cualquier objeto, ya fuese decorativo o cosmético, que hacía del rosa su packaging o su carta de presentación, era rechazado como los pretendientes más indeseables.

Claro que todo pasa, también la rebeldía adolescente (bueno, hay para quien no pasa y así sucede lo que sucede… pero esa es otra historia); el caso es que pasó y si bien el rosa nunca sería su color fetiche no entraba en sus planes renuciar a las rosas de Grasse y de Dior, a la esencia de esa flor, a sus maravillosas propiedades… Hasta que la vida le trajo otra rosa, una rosacea, que la llevó de nuevo al odio a una palabra que si bien, como decía Eco, ya no significaba nada de tanto significarlo todo, pasó de nuevo a ser el engendro contra el que rebelarse… y es que la rosacea estaba en su cara ¡no iba a rebelarse contra su propia piel!.

Que si es por la contaminación, tal vez por alguna alergia, hereditaria sin duda, propia de la menopausia y de las pieles claras… ¿cuál puede ser su caso? preguntó el farmacéutico y ella respiró hondo tras su mascarilla, todos, pueden ser todos menos uno aunque por edad… dejémoslo en todos.

Salió de la farmacia con las armas necearias para hacer que la rosa(cea) mordiera el polvo, para vencerla una vez más como la había vencido en su adolescencia solo que ahora, sería cosa de la mediana edad y la certeza de que el tiempo  por delante no es tan largo como entonces, no estaba dispuesta a perdonarle la agresión.

Muerte al rosa. Muerte a la rosa. Muerte a lo rosa. Que me perdonen Saint Exupéry, Eco, Dior y todas las almas seducidas por la rosa, el rosa, lo rosa, lo rosaceo y la… Y qué vivan las calas y los tulipanes.



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