Resurrección.

Érase una vez la historia de un Domingo de Resurreción cualquiera, el día en el que todo lo bueno perdido podía volver a la vida.

Se despertó temprano y se sentó en la cama de un bote ¡era Domingo de Resurrección!. Adoraba ese día porque por feos que hubiesen sido los día previos, por húmeos y oscuros que hubiesen resultado, el Domingo de Resurreción siempre lucía el sol, era como si la Virgen de la Alegría hubiese firmado un pacto con las nubes y ellas se alejaran siempre de la tierra cuando llegaba el último domingo de Semana Santa, el día en el que procesionaba la Virgen más feliz de todas, la que sabía de la resurrección de su hijo dejando así descansar en paz la la de Dolores y a la de las Angustias.

Además la Semana Santa tendía a sobrecogerla, lo tétrico de las marchas y las saetas, los bombos atronando a ritmo de muerte, Cristo en la Cruz, San Pedro negándolo hasta tres veces, Judas traicionándolo por un puñado de monedas… y las calles sirviendo de escenario para el recuerdo de tanta bestialidad. Pero el Domingo de Resurrección era diferente, es cierto que no resultaba tan vistoso como el Domingo de Ramos con sus palmas pero era un día feliz y era además un día que auguraba siempre más días felices porque lo peor ya había pasado, el calvario del invierno había quedado atrás y por delante ya solo se veía el camino de la primavera y el verano, las flores de la alegría y la felicidad.

Tal vez fuera por la tradición cristiana en la que había crecido o por la fe católica en la que la habían educado pero el Domingo de Resurrección era también el día en el que soñaba con la vuelta a la vida, a su vida, de todo lo bueno perdido; iba acumulando en su recuerdo todas las cosas que había ido perdiendo, que se habían ido perdiendo, y fantaseaba con que el Domingo de Resurrección las mejores de todas ellas fueran encontradas, volvieran a la vida, resucitaran…

¿Y si fuera así? ¿Y si ese año fuese posible? volvería la calma y volvería el sentido común, volvería la honestidad y también el respeto a los demás, a todos los demás; volvería el desprecio a la mentira y el reproche sin matices a los odios más viscerales, volvería la vergüenza y volverían los principios, volverían a tener principios…

Tal vez fuese mucho pedir, de hecho estaba segura de que lo era porque la erótica del poder había superado todos los límites que algún día tuviera (si es que algún día los tuvo), porque ya nadie es lo que demuestra ser sino lo que los otros quieren que sea, las palabras no tienen más sentido que el que quien las usa quiere darles, la propaganda lo impregna todo y la política es ya un campo de fútbol, si no tienes equipo no juegas, no tienes derecho a jugar… tal vez ese fuese el siguiente paso, la obligatoriedad de votar a unos o a otros o la pérdida del derecho al voto.

¡Ah no! Era Domingo de Resurrección, un día feliz, un día en el que era posible que todo lo bueno perdido volviese… y hasta que a las 12 de la noche viese a la carroza convertirse en calabaza seguirían manteniendo viva la esperanza, una esperaza que, además, pensaba aliñar debidamente: con un desayuno de chocolate y un postre de limón, con un té de las 5 y un cóctel al caer la tarde, con cinco amigos en una terraza, un paseo por el parque y una velada de letras y libros. Era Domingo de Resurrección, el día en el que todo lo bueno podía volver a la vida, incluso su esperanza.



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