Puente.
Tal vez los puentes no fuesen más, ni menos, que esa casualidad perfecta que acababa por regalarle unos días para vivir.
Para saltar de un día al siguiente no hacía falta puente alguno, salvo que uno quisiera sobrevolar un día, cuando no dos, y saltar directamente a uno o dos días después; en ese caso el puente se convertía en la metáfora perfecta de un paseo por las nubes que duraba el tiempo entre una fiesta y la siguiente. Y aquel domingo ella tenía la intención de subirse a un puente… e incluso se planteaba si no sería buena idea instalarse y vivir en él.
Y es que tenía la intención de olvidarse incluso de si misma, al menos, por un par de días; quería meter la cabeza en un libro y no sacarla hasta vivir todas las aventuras que cupiesen en sus páginas; quería comer chocolate y beber café, darse un baño largo y perfumado mientras dejaba que la música la llevara lejos, rumbo a un mundo perfecto que sólo tenía cabida y lugar en un puente.
Los puentes eran para soñarlos y descansarlos pero también para cansarse en ellos cumpliendo lo soñado, su puente era, además, tan moderno como si hubiese diseñado Norman Foster porque, puestos a soñar, era ella más de vanguardias que de la clasicidad predecible, aburrida e incluso barroca.
En su puente no había sitio más que para la risa y las buenas compañías, para un buen libro, una película… una tarde de compras y una cena; y es que los puentes estaban hechos, aunque sólo fuese por casualidad, para disfrutar, para vivir en sentido amplio y para pasar por encima del fango que a veces amenazaba con dejarla barada en la vida en un punto sin retorno ni camino por delante.
Y había que quietar los puentes… recordó que alguien, hacía unos meses, había hecho algún comentario en esa línea y no pudo menos que conjurar una vez más a la reina de Alicia para gritar ¡que le corten la cabeza! porque sus puentes eran su tesoro, eran su tiempo de vida, sus ratos para compartir, su risa, sus cines… en definitiva, su vida.
Feliz puente.