Niñas.

Este es un cuento de niñas, en particular de una niña que se tomaba la vida y el mundo muy en serio aunque solo tenía 8 años.

Era viernes por la tarde y brillaba el sol, lo cual era toda una alegría en pleno mes de marzo; hacía frío pero no mucho y los niños salían corriendo del colegio como almas que lleva el diablo ¡eran libres! ¡había llegado el fin de semana!; Ramón, que había aparcado el coche de mala manera dos manzanas más allá de la puerta del colegio de la niña de sus ojos, esperaba ansioso que saliera Martina pero no lograba distinguirla entre la jauría de niños que corrían desbocados hacia coches mal aparcados y hacia los adultos que sacudían los brazos airadamente para ser descubiertos rápidamente por sus retoños.

Por fin pudo ver a Martina, caminaba despacio, con el abrigo puesto sólo por una manga, la mochila medio abierta y medio a rastras, las gafas bailando sobre la nariz como si no acabara de decidir si veía mejor a través de sus sucios cristales o de su miopía; parecía una superviviente de alguna catástrofe más que una niña de 8 años camino de su fin de semana. Ha sido una semana muy dura, papá, y la próxima será peor… Ramón la miró sin saber muy bien que decirle, cogió su mochila y caminaron a paso ligero hacia el coche, por el camino pensó que igual su madre entendía a Martina ¿qué iba a entender él? Si hubiera sido un niño de aquellos que corrían felices hacia el fin de semana y el próximo partido de fútbol sería otra cosa, pero aquella niña que se tomaba la vida tan en serio con sólo 8 años… ¿qué podía hacer él? La madre que la parió, que se ocupara ella que esas cosas se le daban mejor, además Martina debía haber salido a ella, él no se tomaba la vida en serio ni cumplidos los 40…

Marta, que era la madre de Martina, despachó a Ramón con cuatro aspavientos reprochándole que nunca se enteraba de nada… aunque en el fondo agradecía que así fuera porque eso le permitía a ella llevar la voz cantante de todo lo que ocurría de puertas para dentro de su casa, una casa que era su castillo. Ramón, haciéndose perdonar no sabía muy bien qué, se postuló para ir a la pastelería a comprar merienda, propuesta que fue bien recibida por las mujeres de su vida y de su casa, él agradeció salir de nuevo a la calle y dejarlas a ellas… a sus cosas.

Mientras merendaban unas ricas torrijas con helado, después de haber subido un grado la calefacción, Ramón se limitaba a escuchar la conversación de madre e hija con el propósito de entender por qué su hija llegaba del colegio como si lo hiciera de la guerra, algo que nadie le explicaba porque al parecer era lo normal.

Escuchó la niña lamentarse del cambio climático, soportó su acusación acerca de lo viejo que estaba su coche, lo mucho que contaminaba y lo poco que parecía importarle a él que eso sucediera (Ramón pensaba en su cuenta bancaria y en la imposibilidad de que cupiese en ella una hipoteca más); la escuchó también lamentar cómo morían las mujeres a manos de sus maridos, de sus palabras se deducía que morían a cientos y a Ramón se le abrían los ojos como platos –no me mires así– le dijo Martina –tú eres bueno pero muchos hombres sois malos ¡muchos!-; –y además– añadió la niña muy resuelta- seguís pensando que sois los dueños del mundo, queréis mandar en todo y que las mujeres sólo estemos de adorno-.

Ramón, armándose de paciencia, le preguntó a su hija a cuántos hombres así de malos conocía, lo hizo repasando la lista de hombres que la niña conocía, una lista que empezaba por él mismo, seguía por el tío Pedro, que era párroco en el pueblo, el abuelo Juan Ramón que todavía se ocupaba de cuidar de las gallinas y recoger sus huevos y su hermano Ricardo que había recibido un reconocimiento por salvar a una mujer y a su hijo de morir ahogados cuando su coche cayó al río… Marta interrumpió la enumeración de Ramón porque sabía que podía alargarse, lo hizo afirmando que Martina y ella eran muy afortunadas pero que no todas las mujeres ni todas las niñas del mundo podían decir lo mismo –¡eso!– bramó Martina antes de dar un gran bocado a su torrija.

Y una cosa te digo– le espetó la niña a su padre todavía con la boca llena de torrija –yo voy a ser ingeniera, que lo sepas-; Ramón movió afirmativamente la cabeza conteniendo una sonrisa –pues me parece estupendo– le dijo –voy a ser el padre más orgulloso del barrio-. Martina saltó de su silla de un solo brinco -¡ja!- se quejó –también decías que ibas a ser el padre más orgulloso del barrio cuando yo decía que quería ser médico y también cuando decía que quería ser astronauta-.

Eso es– respondió él tranquilo, mirando a la niña a los ojos –yo voy a estar muy orgulloso de ti hagas lo que hagas porque estoy seguro de que lo harás muy bien pero… una cosa… dices que vas a ser ingeniera pero ¿ingeniera de qué? quiero decir… ¿qué quieres hacer realmente?-. Martina se sentó de nuevo y comió un poco de helado mientras pensaba su respuesta –no lo sé– dijo muy resuelta –pero tengo que ser ingeniera o científica porque ahí todavía los hombres no queréis a las mujeres, nos decís que tenemos que ser enfermeras o profesoras y mira no, hay que ser lo que se quiera-.

Me parece muy bien– dijo Ramón –¿y eso es lo que tú quieres? ¿ser ingeniera o científica?-; -sí-, respondió la niña muy resuelta; -¿estás segura?- insistió Ramón -¡pues claro! ¿por qué me lo preguntas otra vez?-; -verás- le respondió él –no recuerdo que nadie te animara a ser médico ni astronauta cuando decías que querías ser médico o astronauta así que de verdad me creí que eso era lo que querías ser aunque sabía que eras pequeña y podías cambiar de opinión pero ahora sí me parece que alguien te está diciendo lo que debes querer ser y por eso no estoy seguro de que eso sea lo que realmente quieres-.

Martina miró a su padre como si acabara de plantearle un complejo problema científico –¡sólo es una niña Ramón!– exclamó su madre –eso– añadió Martina –sólo soy una niña ¿puedo irme a jugar fuera?– A Ramón apenas le dio tiempo a responder cuando la pequeña caminaba ya con su paso cansado hacia el jardín.

¿Tú recuerdas haber tenido a su edad preocupaciones parecidas al cambio climático o la violencia contra las mujeres o la discriminación?– Le preguntó Ramón a su mujer una vez Martina estaba ya en el jardín –no– respondió ella –pero eran otros tiempos-; él apuró el café antes de encogerse de hombros y añadir serían otros tiempos… pero los niños eran solo niños entonces y son solo niños ahora… o así debería ser-.



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