Mascarilla.
¿Con o sin mascarilla? He aquí la historia de la mascarilla más carilla que se había echado a la cara jamás...
La mascarilla ha muerto (la quirúrgica) ¡larga vida a la mascarilla! (la cosmética, para deshacernos de la cara mustia que nos ha dejado la otra…). Así estaba, frente al espejo y recuperando rutinas de cuidados que durante meses había ido olvidando un día sí y dos también porque, al fin y al cabo, pasa salir siempre con la mascarilla puesta… ¿y el maquillaje? ¿recordaría el modo de pintarse los labios sin que el color acabara en los dientes o el borde del vaso? A saber… Su amiga Emilia había decidido seguir tras la quirúrgica porque decía que la cosmética era más carilla y que no estaba ella para dispendios; por supuesto era mentira, para lo que no estaba era para volver a pintarse la cara ni para enseñarla a pelo tras taitantos años en el mundo y pocos cuidados en su piel, sabía que lo suyo era solo dilatar el momento, retrasarlo, antes o después tendría qu volver a dar la cara y la sonrisa y dejar de esconder desidia, complejos y pereza tras la quirúrgica pero podía esperar… (o eso pensaba; ella no, a ella le gustaba el oxígeno, el aire libre y respirar profundo).
Lo que Emilia no sabía es que la cosa iba a ser más difícil, bastante más compleja que pagar la mascarilla más carilla; ni la del efecto superrejuvenecedor con litros de colágeno, extra de hidratación y no-sé-cuánto ácido hialurónico podía arreglar en una aplicación los estragos de una piel que había visto la luz del sol menos de lo necesario y que había recibido también menos cuidados de los que eran imprescindibles para mantener un aspecto saludable (no digamos ya joven…).
Milagros… ¡a Lourdes!. Y no estaba ella para viajes ni mucho menos para que el primer gran viaje tras la pandemia la pusiera a rezar, dos años de arresto domiciliario con salidas tasadas cuando no medidas por tiempos habían dado ya lugar a plegarias más que suficientes, ahora le seducía más la idea de pecar… y con aquella cara, con aquella piel de mascarilla, de textura de cartón piedra y color mustio no se veía pecando con demasiada alegría, si acaso de gula y se le había terminado ya la bula de su pantalón para seguir viviendo golosamente.
Así que allí estaba, dándole mascarilla a la piel y acordándose de Emilia y su alternativa pero, como decía su pequeño vecino con lengua de trapo: ‘a mi guta aire, a mi guta‘; a ella también le gustaba el aire y el sol, y sonreirle a la vida pero no con aquella cara mustia ¡más carilla! (la mascarilla cosmética) y a ver si así… Pero ni la Virgen de Lourdes ni de la Fátima se acordaron de ella y su descuidado rostro ¡recoges lo que siembras! se dijo y decidió darse una vuelta a cara descubierta a ver si un poco de aire y sol subían su tono de piel o, al menos, la animaban a ella por dentro.
Pero llovía. Caían chuzos de punta. –¡Que te llueva por fuera!– decía siempre su abuela –pero no tanto, abuela, no tanto…– se decía mientras apretaba el paso de regreso a casa, el rayo de sol había durado lo que un caramelo a la puerta de un colegio y ella llegó al portal de su edificio habiéndole caído el cielo por fuera y sintiendo incluso algunas goteras por dentro.
Su vecino con lengua de trapo salía entonces bien pertrechado bajo su chubasquero con capucha y sus botas de agua, la miró y le sonrió a la cara –estás bapa– le dijo –voy al aba– añadió –¡pásalo bien!– le dijo ella entre risas.
Cuando llegó a casa y se miró de nuevo al espejo se rió todavía más –¿bapa? ¿guapa yo?– Su piel seguía tan mustia como antes del paseo y ahora además con el pelo revuelto por el viento y empapado por la lluvia no se atrevía ni a tratar de definir la imagen que veía en el espejo… pero el pequeño había dicho estás bapa porque una sonrisa vale más, mucho más, que la mascarilla más carilla (y cuesta mucho menos, se recordó). Decidió llamar a Emilia y obligarla a disfrutar de un domingo de paseo, cine y palomitas a cara descubierta y con la sonrisa puesta porque el miedo es libre… pero la humanidad también.