Maleducados.

Esta es la historia de una abuela, Rosalía, una mañana de domingo en la que esperaba para comer a su hijo y a sus maleducados nietos.

Rosalía apretó el paso, siguió tirando del carro y logró cruzar la calle peatonal sin que ninguna pelota la alcanzara, lo cual era todo un éxito porque había al menos cuatro grupos de niños de diferentes edades jugando en la calle, algunos al fútbol, otros con un balón de baloncesto y algunos más el tenis, pádel o lo que fuera que se jugara con aquellas raquetas tan raras. ¡Estos en mis tiempos no pasaba! Se lamentaba Rosalía ya en el portal de su edificio, no había nadie pero hacía ya mucho tiempo que sabía que decirse las cosas en voz alta era mucho más gratificante que hacerlo solo de pensamiento ¡Qué maleducados! voceaba todavía en el ascensor; frenó en seco su lengua al darse cuenta de que estaba llamando maleducados a sus propios nietos pues estaban jugando en la calle con todos los demás.

Entró en casa y dejó el carro en la cocina; se sentó en sillón para recuperar el aliento porque el carro pesaba lo suyo y llevado a toda la carrera que le permitían sus piernas a veces cansadas y a veces nerviosas, todavía más; ni media palabra iba a decir a sus nietos, tampoco a su nuera, que era muy suya, pero a su hijo… su hijo la iba a oir como cuando era un mocoso en patalones cortos y sufría los castigos a pares; ella no había criado un maleducado y no acaba de entender que su hijo estuviese haciendo tal cosa, que era la chica le decía su marido refiriéndose a su nuera, pero ella por ahí no pasaba porque tampoco había educado a una marioneta.

Ponte un vermú, querida, le dijo a su nuera en cuanto llegaron a comer; su hijo no necesitó más que verle la cara para saber que más le valía quedarse en la cocina, su mujer lo miró de reojo ocultando una sonrisa, conocía bien a su suegra y sabía lo que venía después. Pero Rosalía aquel día no estaba para aspavientos, estaba realmente casanda y se limitó a contarle a su hijo el episodio de la mañana ¡cómo era posible que los niños no es que no ayudaran o que se apartaran para dejar paso a los mayores ¡qué va! es que seguían jugando como si ella con su carro por la calle fuera un fantasma!, su hijo salió con el clásico mujer, son niños, son pequeños… a lo que su madre respondió ¿y si son pequeños que hacen solos en la calle?

Bueno, respondió él lamentando haber abierto la boca, tampoco tan pequeños… Rosalía abrió el horno y comprobó el punto del asado, ya faltaba poco; puedes ir a buscarlos, le dijo a su hijo, que la comida ya casi está, además he renovado la pila de cuentos del salón, igual se entretienen un rato; su hijo aceptó el consejo de buen grado pues le permitía salir de la cocina y dejar el responso en una de sus versiones más reducidas pero no fue capaz de hacerlo sin abrir la boca de nuevo… Voy a por ellos pero por los cuentos no te preocupes, no importa, los niños ahora no leen como antes, tienen otros intereses. Rosalía giró sobre sus talones dispuesta a taladrar a su hijo con la mirada pero ya solo pudo ver su espalda saliendo de la cocina. Pues al final la culpa va a ser mía, pensó, a la vista está que tampoco eduqué tan bien como pensaba…

Escuchó a los niños entrar en casa a la carrera pidiendo un refresco pero esperó en vano a que se acercaran a darle un beso a la cocina. Poco después apagó el horno y se acercó a comedor para asegurarse de que el salvamanteles estaba sobre la mesa para traer la fuente del asado y se fijó en que el mayor de sus nietos estaba sentado en la alfombra hojeando un cuento mientras bebía un refresco; que no te engañe, le dijo su nuera, lee muy poco pero como los refrescos solo se sirven con cuento pues…

Tonterías, dijo su hijo ante la estupefacción de Rosalía. Las tuyas, le espetó ella dándole la espalda para salir a buscar la bandeja del asado…



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