Los míos.
Esta es la historia de un café matinal entre los míos, los tuyos y los otros.
–Yo siempre con los míos– El eco de aquella frase llegó hasta la mesa de la terraza donde ella cumplía con su hábito de cada mañana de domingo y sol: café, croissant y periódico de papel; –los míos– recalcó aquella voz aguda e imperiosa que, estaba segura, no podía ser más que de una mujer ya entrada en años (por el tono, por el deje, por los matices, por la solvencia… por tanto como se descubría en la locución de una frase); –¡pues menos mal que el tuyo no es Putin!-. El silencio.
El silencio se adueñó de la terraza en aquel preciso instante, ni tan siquiera había una moto un coche en la carretera que se atreviera a romperlo. Sabía que duraría poco, no más de lo que tardara el semáforo en ponerse en verde, pero sabía que el silencio seguiría siendo denso en la mesa donde un renacuajo de no más de 10 o 12 años acababa de responder a una mujer ,que si no era su abuela bien podría haberlo sido, en justos términos y tono un tanto irreverente.
¡Qué infravalorado está en silencio! pensó cuando comenzaron a llegarle a su mesa los ecos de la justificación de la mujer mayor… Los suyos nunca hubieran sido Putin ni serían jamás como Putin porque ella ¡ella! no había educado monstruos; ¡eres tan joven todavía! le decía al niño, tú no sabes nada, nada de nada, nada de la vida ¡tú también irás siempre con los tuyos! ¡cómo todos! porque son los tuyos y no serán perfectos pero es que nadie lo es y ellos son los tuyos.
El pequeño trató de responder pero ella pudo ver por el rabillo del ojo como el adolescente sentado a su lado de daba una patada por debajo de la mesa para que se callara… y tomar él la palabra; su voz no sonaba aniñada pero tampoco adulta, era un adolescente a medio hacer que hablaba con algo más de temple que el niño que tenía al lado –tú siempre has votado al mismo partido político ¿verdad, abuela?– ¡en qué momento preguntó tal cosa! La mujer continuó su discurso acerca de los suyos y los otros, de la lealtad debida siempre a los suyos porque ella, ella siempre con lo suyos… –pero abuela– la interrumpió el adolescente –si todos hacen lo mismo que tú no nos íbamos a poner deacuerdo nunca y si a uno de los tuyos se le ocurre ser un tarado vas a ser una cómplice-. La mujer se removió en su silla, añadió algo acerca de la juventud, de lo poco que saben, del atrevimiento que lucen de que no le complicaran la vida… o algo así.
Levantó la cabeza de su periódico y pudo ver que en la mesa donde desayunaban la señora que siempre iba con los suyos y los dos niños había una persona más, una mujer de mediana edad que bien podría ser la madre de los niños y a la que no se le había oído decir ‘esta boca es mía‘ en ningún momento.
Además, dijo el más pequeño de los niños en tono alterado, como si acabara de ocurrísele una idea –si uno de los tuyos es un malo ¿no lo entregas a la policía solo porque es de los tuyos?– La mujer hizo amago de levantarse de la silla pero su cuerpo no se movía ya con la misma frescura que su lengua –¿no vas a decirles nada a estos niños?– preguntó mirando hacia la mujer de mediana edad, ella la miró y respondió con voz suave pero firme –no, a ellos no pero a ti sí– puso un billete sobre la bandeja con la cuenta y le pidió a los niños que se acercasen a la barra para que el camarero les cobrara, podrían quedarse con las vueltas así allá que se fue la feliz pareja sin rechistar mientras ella respondía a su madre tal y como había prometido: mamá, voy a serte franca, estoy hasta los cojones de todos nosotros; de los míos, de los tuyos, de los otros… y hasta de los de más allá.