Leer.
Érase una vez la historia de alguien que sabía que había una lectura para cada momento, un momento para cada lectura y que siempre era momento de leer.
Leer para aprender y para entender, para crecer, para evadirse y para encontrarse; leer para comprenderse y consolarse, para abrirse nuevos caminos y reconciliarse con los inevitables de la vida; leer para divertirse y encontrar respuestas, también para descubrir nuevas preguntas; leer era la respuesta correcta para casi todas las cosas así que la cuestión no era nunca leer o no leer sino qué leer.
Aquel domingo de principio de vacaciones lo tenía claro, se plantó delante de la estantería del salón repleta de libros hasta su último rincón y dijo en voz alta: ‘cuéntame un cuento’.
A veces huía de los cuentos como de la peste pero, curiosamente, siempre acababa volviendo a ellos, especialmente cuando, ya fuera por asuntos personales o profesionales, había dedicado largas horas de lectura al buen hábito (aunque no siempre placentero) de aprender. Eso era lo que le sucedía aquel domingo, después de semanas de lecturas médicas y nutricionales, se sentía con ganas de que le contaran no un cuento sino una colección completa.
Claro que no pensaba conformarse con relatos breves ni novelas cortas, no quería un cuento para un rato, buscaba una historia épica y emocionante que nada tuviera que ver con su realidad, buscaba arrancarle a los días ratos de evasión para llegar así a la victoria; por eso recurría a la estantería y no al ebook, el ebook era para las lecturas de cada día, en papel conservaba sus pequeños grandes tesoros, coger un libro impreso en sus manos era comenzar la aventura.
Pensó en echar mano de Moby Dick pero la gran ballena blanca le resultó un poco pesada (nunca mejor dicho…), descartó también Los Pilares de la Tierra porque para una tercera lectura de esa novela le parecía pronto y lo mismo hizo con la Rebecca de Daphne Du Marier más porque se la sabía de memoria que por falta de ganas de leerla otra vez; pasó por encima de El Médico de Noah Gordon sin hacerle demasiado caso (bastante medicina llevaban ya sus lecturas del último mes) en cambio Mario Puzo y sus Borgia resultaban tentadores, aunque no tanto como la Salambó de Flaubert; siguió repasando la estantaería de las novelas, a su gusto, épicas y allí que se asomó Alatriste y también El Nombre de la Rosa; sin darse apenas cuenta saltó a la sección de fantasía y se dio de bruces con su querida Alicia pero también con El Señor de los Anillos y con la primera novela que había leído su hijo: Harry Potter.
En realidad no fue la primera sino la segunda, la primera fue el último libro que leyeron juntos: Corazón de Metal, de Rosa Huertas; de aquí en adelante el pequeño se adentró en sus propias lecturas zambulléndose en cómics de Tintin y Asterix y Obelix primero y en la magnífica saga de Harry Potter; el pequeño siempre le decía que tenía que leer Harry Potter, que le iba a encantar porque estaba mejor… –¡mucho mejor! que las películas ¡te enteras de muchas más cosas y tienen más detalles!-; él iba ya por el quinto libro, la Orden del Fénix (en el que había hecho un descanso para alejarse un paso del mundo de la magia y zambullirse en el de los dinosaurios) pero ¿y si le hacía caso y se echaba al cuerpo aquel verano una lectura tan mágica como Harry Potter?. Claro que entonces se asomó a la estantería la Isla del Tesoro, la mejor novela de piratas nunca escrita… la cogió y sonrió devolviendo a Harry Potter a la estantería -los clásicos siempre ganan- pensó, como siempre viajaba con alternativas de lectura, tanto el mago de Rowling como el bucanero de Stevenson acabaron en su maleta. Y no viajaron solos, los acompañaba la Salambó de Flaubert.
Mientras cerraba la maleta se preguntó –¿cómo puede nadie aburrirse siquiera un rato con tanto como hay por leer?-.