La belleza deconstruida.

Érase una vez la historia de lo bello y lo feo, de la armonía y la paz como antítesis de la pasión y la guerra, la historia de una promesa apasionada por un futuro mejor... o más feo.

Hacía un frío de mil demonios y allí estaba ella, sentada en un banco al sol (un sol de invierno, de esos que no calientan) con su helado de cucurucho de vainilla y chocolate como cuando era niña; la gente la miraba al pasar y ella reía para sí pensando que si en lugares donde el calor aprieta como el Caribe te dicen que te aprietes un chupito de ron sin rocks o un café con leche caliente porque la clave no está en refrescarte sino en que tu temperatura corporal se acerque más a la temperatura ambiente ¿por qué no iba a ser buena idea comerse un helado a 3 grados centígrados? Sabía que su razonamiento carecía de base cientínfica pero le importaba un bledo, a lo que no podía dejar de dar vueltas era a la exposición que acababa de visitar.

Siempre había tenido dificultades para entender el arte moderno, para descubrir su esencia y su belleza y, para tratar de comprenderlo, hacía ya años que tenía por costumbre recorrer las galerías de arte buscando la obra o el artista que transformasen su visión del arte moderno pero lo cierto es que acababa siempre en el mismo punto: adoraba la sensación de belleza deconstruida de los cuadros impresionistas, verlos y admirarlos como un todo hermoso y descubrir al acercarse a ellos que no eran más (ni menos) que un montón de pinceladas de color pero no lograba descifrar la belleza de una obra a la que se acercaba y de la que se alejaba sin que le dijera nada, sin que le transmitiera nada, sin que le provocara nada… lo abstracto elevado al infinito era para ella la frialdad absoluta, la antítesis del arte… claro que igual era cosa suya, que consideraba el arte como la emoción pintada, escrita, cantada, bailada… y por eso aunque ya peinaba canas seguía sintiendo miedo ante un cuadro de Goya.

El frío, sentada al sol  helado del invierno, la abrazaba a ratos y decidió pasearse mientras apuraba su helado; recorrió la calle de las tiendas revisando escaparates y a medio camino ya estaba suspirando porque le sucedía con la moda lo mismo que con el arte: le podía gustar, o no, un color discordante aquí o un corte asimétrico allá, un juego de volúmenes por arriba o un pantalón pitillo por abajo  pero de ahí a los estampados de locura, los pantalones rotos por 27 sitios, los volúmenes maxi por arriba y por abajo, tachuelas, cadenas, gorras, gorros, colores feos… no acababa de entenderlo ¿dónde había quedado el canon de belleza clásica? ¿dónde el encanto de Hepburn? ¿y el glamour de Grace Kelly? ¿dónde lo sexy de Marilyn? ¿y la belleza de la Taylor? ¡Cleopatra! a saber… ¿se estaría volviendo una clásica viejuna? tal vez… o tal vez el mundo estaba dando la espalda a la belleza, tal vez el feísmo estuviese arraigando en los corazones decepcionados y tristes, hambrientos de una pasión que solo parece habitar en lo feo, tal vez lo feo y lo malo fuese el virus y tal vez esa pandemia estuviera matando una civilización que pudo ser bella, que un día lo fue y que tal vez todavía pudiera volver a serlo.



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