¡Fuego!
Los amores, como todo lo humano, son finitos, solo los más bellos llegan hasta el momento en el que ni la muerte los separa.
Caminó como caminan los muertos, con paso lento, hombros caídos y cabeza gacha, arrastrando los pies y tras ellos el cuerpo entero, mirando a su alrededor con sus ojos pequeños y lagrimosos, con una mirada que se había hecho vieja de repente.
No quedaba nada. No quedaba nadie. Todo había sucumbido al intenso calor del fuego, a las insaciables llamas y a su humareda tóxica. Olía a muerte y a muerto, a fin y a desastre; pronto a olvido; así era la vida, pensó, a ratos risas, a ratos llanto… aunque llegados a aquel punto de la suya, no le importaba demasiado.
Consumidas las llamas, se sacudió el shock y el miedo y empezó a recorrer lo que quedaba del edificio que fuera su casa; lo recorrió entero, de la planta baja a la catorce, de los pisos A a los D y descubrió, en cada uno de ellos, el fin del mundo; pisos antes llenos de vida, de vidas nuevas y de vidas viejas, pisos que albergaban vidas hechas contadas en mil libros, fotografías, dibujos y memorias y discos duros y vidas por hacer y crecer, envueltas en cálidas mantas y con patucos en los pies; ya no corrían los niños por la escalera, ya no regañaban los padres a los más traviesos ni reían los abuelos con sus nietos, no se oía nada más que el crujir de la madera quemada, las vigas desnudas y los cables pelados.
Se detuvo unos minutos que le parecieron horas ante la puerta de su apartamento hasta que se atrevió a cruzarla; cuando lo hizo descubrió que lo que no había vuelto al polvo se retorcía sobre el suelo formando siluetas extrañas, casi dolorosas; de los libros no quedaba apenas nada, finalmente habían celebrado su particular Fahrenheit 451, algo con lo que su mujer, entre bromas y chanzas, se había pasado media vida amenazándolo… -ya lo siento- le había dicho antes que se fuera a recorrer el edificio; sabía que lo decía de corazón porque el amor es así, a veces loco y arrebatado, vengativo y doloroso incluso pero en el fondo siempre cálido, siempre un refugio, siempre un te quiero bordado en los labios.
–¿Has vuelto?– Preguntó ella buscándolo con su mirada ciega –sí– respondió él acariciando sus labios con el dorso de la mano para callarla, para que no preguntara nada, para no quisiera saber, para no tener que contarle, para que siguiera tan ciega a la realidad oscura del mundo como lo había estado siempre, para que se enganchara de su brazo como solían hacer cuando salían a pasearse y siguiera caminando a su lado por siempre jamás…
Ella, que tras tantos años juntos había aprendido a comprenderlo aun sin apenas verlo, no preguntó más, sonrió de forma pícara y juguetona, como solía hacerlo cuando tenía algo que ocultar o cuando había descubierto algo; él la miraba con cierta curiosidad y mucha calma porque su sonrisa siempre había sido un bálsamo para su alma atormentada –¿y esa risa?– le preguntó olvidando por un momento la nada quemada y todavía caliente que los envolvía. Ella metió las manos en el bolsillo de su chaqueta y sacó dos pequeños objetos, su cara se llenó de sonrisa y sus ojos muertos de brillo y luz al mostrarle los tesoros que había logrado arrebatarle al fuego fatuo de aquella tarde.
–Así que era eso– pensó él viendo lo que ella sostenía entre sus manos: un pequeño reproductor y la memoria en la que guardaban todos los libros que, a lo largo de los años, él le había grabado, capítulo a capítulo, página a página, para que los días no se le hicieran tan largos y oscuros, para que su voz estuviera con ella incluso cuando él estaba en el colegio poniendo un poco de orden y concierto en el trajín diario de niños y profesores.
–No hace falta más– dijo ella encogiéndose de hombros mientras guardaba de nuevo sus tesoros en el bolsillo de la chaqueta y se enganchaba al brazo de su amor, amigo y compañero de toda una vida.
Salieron juntos del edificio, se alejaron de él dejando a toda una muchedumbre estupefacta mirando hacia el desastre. Sonreían a pesar de todo, a pesar de haberlo perdido todo. Sabían que ya ni si quiera la muerte podría separarlos.
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Su historia, la del conserje del colegio casado con la profesora ciega, fue una nota al pie de los dramas del incendio en el que ambos habían fallecido.