Fin.

Esta una pequeña historia, un relato, un cuento (chino), una reflexión, una sucesión de ideas... Y va de tormentas, fines y finales que están por escribir.

Fin. Por fin. Ya. Siempre era igual. La historia tendía a repetirse. Y se repetía. Disfrutaba de cada minuto de sus viajes pero sus ganas de volver a casa eran siempre equivalentes a sus ganas de viajar antes de partir. ¿Queremos siempre lo que no tenemos? Tal vez. Claro que tendía a disfrutarlo todo, a deshechar los posos de amarguras y miedos ajenos quedándose sólo con los buenos sabores de boca y eso, más allá de ganas y desganas, era lo importante. Y ahora estaba de vuelta. Incluso el calor de Madrid le parecía agradable…

Agradable en sus primeras horas (dos, tres a lo sumo), después sus pies la llevaban directa a la refrescante piscina… pero Madrid le guardaba una sorpresa: un viento huracanado que hizo volar su toalla, truenos, rayos y centellas, agua, una caída de 10 grados en las temperaturas… quienes habían soportado estoicamente las olas de calor de julio en la capital agradecieron la tormenta, ella que venía de la fresca costa norte… no tanto. Claro que sabía que la tormenta, esa tormenta en particular, era lo de menos, quedaba por delante el mes de agosto con sus 31 días de calor y verano… y sus particulares tormentas.

No sabía para qué tenía menos cabeza, si para deshacer la maleta o para escribir un pequeño texto que tenía pendiente… pero optó por la segunda opción, al fin y al cabo la maleta podía espera y la cosa iba precisamente de eso, de tormentas.

Tormentas que eran como las malas noticias, convertían la vida en un infierno durante un tiempo limitado y después se diluían dejando un poso amargo y caos; por alguna razón al final solían acabar convertidas en un mal recuerdo, el poso amargo se diluye entre sabores dulces el orden se impone al caos y el sol ilumina de nuevo la vida. Suele ser así. Pero no siempre es así. Porque hay malas noticias que no pasan. O sí. Pasan ellas pero no sus consecuencias. Esas permanecen en nuestra vida por siempre jamás ¿y entonces?.

Entonces… puede pasar todo o no pasar nada pero lo que no deja de pasar es la vida. Lo sabía bien. Había visto pasar la vida de personas cercanas y queridas, sentía pasar su propia vida y, con el paso y el peso de los años, con la premura que imprimía a su vida entera, recordaba la lección que dejaba cada tormenta y que tendía a olvidar demasiado amenudo: nada, absolutamente nada, importa más que vivir la vida propia como una persona libre, cada minuto del tiempo de esa vida personal, única e intransferible, ‘los hijos son libres’ solía decir su abuela, también los padres, añadía ella, cada ser humano es, debe ser, libre. Y es de hecho libre de impedir que nada ni nadie coarte esa libertad. Es más, está obligado a hacerlo sino quiere traicionarse.

A veces son los miedos y las soledades ajenas, otras los temores y los nidos propios, en ocasiones las noticias que lo cambian todo y no para mejor como los diagnósticos que son para siempre… pero por fuerte que sea la tormenta al final escampa y, aunque no lo hiciera, hasta los días más grises tienen su aquel.

Mientras escribía esa última frase veía el sol colarse por la ventana y pensó que aquel día no era gris, ni de tormenta, era cálido y festivo, era perfecto para hundirse en la piscina, ya llegaría el lunes con sus cosas… Eso era lo que aprendía en cada tormenta, en cada mala noticia, y como Dory lo olvidaba: hay que vivir cada día, sin dejar que el siguiente lo ensombreciera fuera cual fuese el pronóstico del tiempo.



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