Esclavas.

Las mujeres, como seres de fantasía de la historia interminable, iban desapareciendo al paso de la nada, eran borradas del mapa y de la historia, era como si nunca hubiesen existido, estaban muertas... pero seguían en pie. Y eran esclavas.

El silencio era profundo e intenso, era interior, íntimo e implacable; solo los sonidos industriales, una moto, algunos coches, una grúa que retiraba un equipo de aire acondicionado y la sirena de la policía que sonaba a lo lejos cortaba aquel silencio como un cuchillo atraviesa un cuarto de carne. No había música en el ambiente, tampoco risas, a lo sumo algún ladrido de un perro callejero, no se veía a los niños, eran tan pocos que, desperdigados por la ciudad, pasaban desapercibidos. El calor era intenso, tórrido, y el viento demasiado fuerte y demasiado cálido, el verano parecía negarse a terminar y se aferraba a septiembre con tantas ganas como se había enganchado a julio primero y a agosto después.

Entonces, al acercarse a la entrada al parque, oyó el trino de los pájaros y sonrió con cierto alivio porque así el silencio profundo e intenso, interior, íntimo e implacable, se aliñaba con la música natural de las aves y resultaba más plácido, más soportable, menos hiriente; pero el parque, por el peligro de que el viento desprendiera las ramas de algunos árboles, estaba cerrado así que no podía dejarse envolver por el único canto que sonaba en la ciudad; siguió su camino y volvió a sentir aquel silencio oscuro, aquellos ruidos artificiales, desacompasados, molestos e incluso temibles (las sirenas sonaban más cerca…).

Dobló una esquina y de repente, como si su paseo fuera más virtual que real, se descubrió en una calle por la que apenas se podía caminar, no se podía dar un paso sin tropezar con alguien y, a pesar de la marabunta, el silencio se mantenía impertérrito, dominándolo todo; calle Mujeres, la llamaban; era una calle estrecha y sin salida por la que apenas cruzaba ningún hombre y por la que las mujeres transitaban como lo hacían por la vida: calladas, completamente tapadas, con la cabeza inclinada hacia el suelo, temerosas de la Sharia y de lo que sería de ellas si un mechón de cabello escapaba de su burka, si un grito o un respingo escapaba de sus gargantas, si osaban ir un paso más allá de calle Mujeres sin hombre alguno que las vigilara… Eran esclavas. En el S.XXI.

Despertó sudando a mares, respirando entrecortadamente, sedienta, ardiendo de calor y temblando del miedo frío que sentía por dentro; encendió la luz y se miró, miró el camisón lencero empapado en sudor, su melena suelta y revuelta, su armario lleno de prendas coloridas, su guitarra a los pies de la cama; oyó el llanto de un niño y a su madre cantando una nana, las voces y las risas de los jóvenes que volvían de juerga se colaban por la ventana… ventana a la que se asomó para sentir la brisa fresca de la madrugada… y gritó.

Era el suyo un grito inoportuno, casi insolente por las horas, era a la vez un grito de alivio y un grito desesperado, era la voz de quienes no podían hablar, era la promesa que acababa de hacerse a sí misma: no callar jamás ante quienes callan frente a la infamia que sufren las mujeres, nunca tolerar lo intolerable.



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