Equidad.
Érase una vez una mañana de domingo, churros, equidad... y algunos libros buenos.
Tiró el periódico sobre la mesa con desgana, con ese desdén propio de quien leyendo un titular ya sabe lo que viene después; mientras apuraba su café y dejaba el dinero sobre el platillo con la cuenta vio como una mujer con dos pequeños se acomodaba en la mesa del al lado, imaginó a los dos ratones coloraos correteando por la terraza en cuanto degustaran su chocolate con churros y dedició no alargar mucho más su desayuno. –Mamá– oyó decir el mayor de los dos ratones que miraba de reojo al periódico que ella había tirado sobre la mesa –¿qué es equidad?-.
Sonrió para sí y se marchó –¿qué es equidad?– la pregunta rebotaba en su cabeza –equidad eres tú– se respondió con sorna poética…
Mientras se alejaba de la terraza, la madre de los dos ratones explicaba sin mucho detalle y de modo muy gráfico a sus pequeños lo que era la equidad (no sin antes haberse colado al vuelo en el diccionario de la RAE en su smartphone y haber leído la acepción número cinco para la palabra equidad: disposición del ánimo que mueve a dar a cada uno lo que merece) –la equidad es que tú te comes 4 churros y tu hermano 2, porque tu cuerpo es más grande y necesitas más energía-.
–¡No es justo!– gritó enfurruñado el más pequeño de los hermanos mientras el mayor sonreía ufano –sí lo es, eso es precisamente lo que es, justo– respondió su madre –lo injusto sería daros lo mismo porque tu hermano tendría menos de lo que necesita y tú más de lo que necesitas, eso sí sería injusto-.
Caminando sobre las hojas secas del otoño en un día de sol y Rastro, se preguntó qué diría George Eliot si pudiera asomarse al mundo desde el más allá y viera en qué se había convertido la sociedad que ella, a golpe de letra y novela, había tratado de transformar; ¿qué le parecería al azote de las escritoras románticas y a la mujer que vívía, en lo literario, bajo un nombre masculino eso de la discriminación positiva? qué hubiera dicho ella o qué hubiera dicho Virgina Woolf o, sin ir tan lejos, qué pensaría Emilia Pardo Bazán.
Llegó a casa y cerró la puerta tras de sí porque si bien aquel domingo de otoño era luminoso y bello, al sol incluso cálido, la brisa que corría por la calle era ya invernal, como llegada al centro de la ciudad desde las montañas nevadas; se descalzó y se vistió cómodamente para pasar un plácido domingo en casa, entró en el salón y su mirada se desvió casi sin darse cuenta hacia su librería… era como si la Woolf, Eliot o Pardo Bazán le gritaran desde sus libros, ofendidas… ¿cómo osaba cuestionarse su pensamiento y dejarlo en el aire cuando ellas se habían molestado en plasmarlo en maravillosos libros para que no quedara duda alguna acerca de sus ideas, sus valores y sus luchas (algunas incluso internas…)?.
Un regusto de placer cruzó por su cabeza, el que sentía siempre que sabía de qué lectura echar mano, aquella tarde, con el permiso de la Woolf y de Pardo Bazán, se quedaría con George Eliot porque, curiosidades de la vida, era su efemérides… y era ella y no otra quien había dicho aquello de que nunca es demasiado tarde para ser quien debiste haber sido; nunca es tarde para decir basta, para cambiar de opinión, para defender aquello en lo que se cree, nunca es tarde para cultivarse y aprender, para empezar a leer… nunca es tarde para entender, como decía también George Eliot, que nunca lloverán rosas, para tener más rosas habrá que plantar más rosales.